La llamada de lo salvaje

A comienzos del 2015, el Bioparque M’Bopicuá recibió en su familia a un nuevo e inesperado integrante, que despertó el interés de la National Geographic e inició un camino de esperanza para uno de nuestros felinos más carismáticos.

Por Martín Otheguy 

Ilustración: Oscar Scotellaro 

Una mañana en la que el director del Bioparque M’Bopicuá, Juan Villalba, acompañaba a un grupo de escolares, un trabajador lo llamó y le pidió para hablar a solas. Ambos estaban frente al recinto de los margays y los alumnos se alejaban ya en dirección a otros espacios del bioparque.  

Juan les dijo que se adelantaran, que los alcanzaría en breve, y escuchó al hombre con intriga. “Hay un gato chiquito en un rincón”, le dijo el funcionario. “¿Cómo un gato chiquito?”, respondió el director del bioparque, que sabía perfectamente cuántos y qué animales tenía en el lugar, listado que no incluía ningún “gato chiquito”. “Sí, tiene los ojos cerrados, debe haber nacido recién”, insistió el hombre. 

Juan se acercó al hábitat del margay con un presentimiento e inspeccionó el lugar con atención. Lo que había en un rincón, para su sorpresa, era ciertamente un gato chiquito, pero no cualquiera: era una cría de margay, la primera en nacer en el bioparque. No es que Villalba desconociera que cuando un macho y una hembra se encuentran durante largos períodos en el mismo espacio una cosa como aquella puede suceder, o que creyera que había ocurrido alguna suerte de inmaculada concepción felina. Para entender su sorpresa hay que saber cuán inusual es a nivel mundial que los margays se reproduzcan en cautiverio.  

El de los margays no es quizá un caso emblemático y mundialmente famoso como el de los osos panda, que son sometidos a todo tipo de tratamientos no solicitados y hasta indignos para lograr que tengan algo de “acción” en sus jaulas, ya todo un cliché en el imaginario popular. Sin embargo, los felinos pequeños cuentan también con una larga historia de fracasos en materia de reproducción en confinamiento. Entonces, ¿qué había ocurrido en esta ocasión?  

Principio quieren las cosas.  

La madre y el padre de aquel margay recién nacido no acababan de conocerse. Su historia –narrada en detalle en otra historia -los había llevado a convivir en la casa de una pareja de veterinarios de Velázquez (Rocha), para pasar luego al Bioparque M’Bopicuá dos años antes del suceso narrado en esta historia. Pese a haber estado en la misma jaula durante un buen tiempo, jamás se habían reproducido. Y había buenos motivos para ello. 

La mamá de la cría era Margarita, una margay muy carismática, rescatada cuando tenía apenas unos días de vida y muy acostumbrada desde entonces a la presencia humana. El padre era un macho encontrado dentro de un gallinero, de un temperamento bastante volátil y que al comienzo dio señales muy poco auspiciosas en el cara a cara (u hocico a hocico) con Margarita. Al principio no tuvieron precisamente el relacionamiento más tranquilo ni la convivencia más relajada, esencial para albergar esperanzas de que tuvieran crías a corto plazo. Lo sabe bien cualquier naturalista o biólogo. Hasta Keanu Reeves –que está muy lejos de ser cualquiera de las dos cosas- lo anunció en la película Speed: “Las relaciones basadas en experiencias intensas nunca funcionan”.  O casi nunca, como veremos. 

Buscarle la quinta pata al gato 

Aquella mañana, Margarita ubicó al pequeño margay en el tronco hueco de un árbol y comenzó a amamantarlo. Por precaución, Villalba retiró al macho del recinto y lo separó de la cría y su madre. Lo hizo en forma precautoria por una muy buena razón: en la naturaleza, luego del apareamiento, el macho sigue su camino solitario y no convive con la cría ni con su madre. La convivencia forzada en cautiverio es, justamente, uno de los tantos obstáculos para lograr la reproducción. 

Que el Bioparque M’Bopicuá hubiera logrado reproducir margays en cautiverio no es ni un golpe de buena suerte ni mucho menos un hecho sin importancia. Ni algo aislado, como se verá luego. Cientos de instituciones de todo el mundo pueden dar testimonio de sus experiencias fallidas al respecto. 

Como sucede con cualquier otra especie, cuando al margay se le cambia su entorno natural se alteran sus patrones normales de conducta, explica Juan. Por ejemplo, estos animales pasan de una vida solitaria a convivir obligatoriamente con otro de su especie, situación que elimina la posibilidad de la selección natural; en los casos de confinamiento la variedad de opciones que da la naturaleza no existe. 

Si uno tiene solo unos pocos ejemplares, puede que no se dé la compatibilidad entre ellos “por razones que solo los animales pueden saber”, señala Villalba, aunque cualquier adolescente que haya buscado infructuosamente pareja, seguro entenderá este concepto.  

Eso no es problemático en la naturaleza, donde a falta de compatibilidad macho y hembra directamente se alejan. Distinto es el cantar –o el maullido-si uno reúne una pareja en cautiverio esperando garantías de que exista reproducción.  

¿Por qué entonces es distinto el caso de M’Bopicuá? Una de las medidas que toma el bioparque es no colocar a los felinos en el mismo recinto sin hacer antes una prueba. Llamémoslo una primera cita a distancia. Se los pone en recintos contiguos, separados por un tejido, y se ve primero cómo reaccionan; por ejemplo, si cuando uno se acerca el otro se enoja y se aleja o por el contrario busca proximidad y trata de establecer un contacto. Primero, aclara Juan, se estudia el comportamiento. 

Este proceso puede llevar semanas o meses, aunque en el caso de Margarita y su pareja, como se narra en otra historia, se realizó en forma espontánea. 

El asunto no queda solo en un acercamiento controlado. Una parte importante tiene que ver con las necesidades de la especie, como darle las condiciones más parecidas a su entorno natural. En el caso del margay, un espacio alto, ancho, con árboles donde pueda subirse igual que en la naturaleza.  

La dieta forma parte de lo mismo. Necesitan una alimentación parecida a la que disponen en la naturaleza, de modo que se sientan más a gusto y sobre todo activos. Por eso, cada tanto el bioparque permite que sus margays puedan cazar. Se ha comprobado que los animales en cautiverio que cazan y que por lo tanto se mantienen activos tienen más éxito en la reproducción. No es un tema simplemente de tener los nutrientes adecuados, sino del factor psicológico, porque lo más natural para el animal es alimentarse de esa manera. 

Eso nos lleva a otro elemento clave: la soledad y tranquilidad. En el bioparque, al estar los animales en gran parte del día en soledad, pueden alimentarse sin problemas a cualquier hora. Estos son animales sensibles a la presencia humana y agradecen no verse expuestos durante varias horas al día a la interacción con visitantes, como ocurre en los zoológicos. Villalba nota enseguida si alguien ingresó al bioparque porque los animales cambian su comportamiento, incluso cuando los extraños se encuentran a 200 o 300 metros. En ese sentido, funcionan como admirables sistemas de alarma. 

Que no estar sometidos al estrés de miles de personas que pasan, gritan y corren es fundamental para su reproducción quedó demostrado en esta pandemia: ante el cierre obligado de los zoológicos por muchos meses, varios de ellos vivieron una explosión de nacimientos. 

Los que salen en revistas 

El éxito del bioparque como casamentero de margays no pasó inadvertido. El 8 de junio de 2015, Juan Villalba recibió el mail de una periodista de National Geographic, Patty Edmonds, que se había enterado de la noticia del nacimiento del margay a través del sitio web ZooBorns. 

Patty le pidió algunos datos sobre su comportamiento y reproducción en cautiverio, tras explicarle que no había encontrado otros ejemplos similares. Efectivamente, si uno explora los registros de ZooBorns, ese es el único ejemplo de reproducción de margay entre cientos de zoológicos. 

Juan le narró algunos aspectos del cuidado de los animales en el lugar y le envió varias fotos. Algunos meses después, la National Geographic publicó un artículo sobre el margay en el que destacaba especialmente al Bioparque M’Bopicuá por su trabajo en la reproducción. 

En él, se narra la situación delicada del margay en el mundo y se citan datos de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, que estima que su población puede menguar en un 30% para el 2025. Por eso, el artículo destaca la posibilidad que brinda a Uruguay la reproducción en cautiverio en M’Bopicuá para su reintroducción. 

National Geographic explica que cada 32 o 36 días, cuando las hembras entran en celo, los machos se acercan, merodean la zona por un par de días y de tener suerte inician un acto sexual que puede durar un minuto, para luego desaparecer. Si la hembra concibe, a los dos meses y medio parirá un cachorro o, con suerte, dos. 

“Fue una gran emoción para mí, sabiendo lo difícil que es criar felinos pequeños”, recuerda hoy Juan sobre el momento en que vio aquella primera cría. Fue tal el entusiasmo que al comienzo actuó como un padre sobreprotector: iba constantemente a ver cómo se encontraba y daba vueltas preocupado en la cama si se desataba una tormenta. Luego llegó el trabajo de seguimiento para verificar que el cachorro estuviera bien. Al ser Margarita un animal dócil, se pudo hacer un monitoreo perfecto de la cría, como pesarla o controlar su salud. 

Y como para demostrar que las condiciones eran realmente las adecuadas, con el tiempo llegó una segunda cría de margay, una tercera y una cuarta, siempre a cargo de la misma pareja. A la segunda, en honor a la periodista de National Geographic, la llamaron Patty (la original cada tanto escribe para ver cómo se encuentra su tocaya). Los demás margays no fueron bautizados, ya que Juan intenta no dar nombres a animales que serán liberados en la naturaleza. Uno de ellos no sobrevivió, sin que se sepa bien por qué, pero el resto goza de buena salud. No solo eso: son activos y en algunos casos hasta muy agresivos, lo que para Juan es una buena noticia, un indicador de que les irá bien cuando sean reintroducidos en la naturaleza. 

Serán los primeros emisarios de una misión cuyo objetivo es fortalecer las poblaciones del margay en la naturaleza. Aunque pospuesta por la pandemia, su liberación es ya un hecho. No sobrevivirán a oscuras, sin que se sepa qué ocurrió con ellos: se les instalarán collares de telemetría –ya comprados- para poder hacer el seguimiento de su evolución y supervivencia en los montes del país. 

En el Bioparque M’Bopicuá, mientras tanto, quedará Margarita, demasiado habituada al contacto humano como para adaptarse a la naturaleza. Su misión está más que cumplida. Gracias a ella, una nueva generación de margays saltará libre de rama en rama, manteniendo encendida la esperanza de la especie en nuestro país. 

 

 

 

Las opiniones vertidas en estas historias son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, el pensamiento del Bioparque M’Bopicuá o de sus autoridades y/o las de Montes del Plata.


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