La curiosidad salvó al gato

¿Las cigüeñas del bioparque son las encargadas de traer a los niños? ¿Los coatíes son ladrones? ¿El puma está de vacaciones? La historia de las visitas estudiantiles al Bioparque M’Bopicuá está llena de curiosidad infantil, necesaria para preservar nuestras especies.

¿Cuándo y cómo llegó al Bioparque M’Bopicuá el primer Homo sapiens alumnis (inexistente nombre científico con el que hemos decidido bautizar a los estudiantes)? La historia de las visitas educativas  en M’Bopicuá es casi tan vieja como el bioparque mismo, pero no formó parte del plan original del lugar. Por suerte, el interés de conocer y las ganas de difundir se juntaron para dar forma a una iniciativa que resultó un éxito desde todo punto de vista. Tanto, que a veinte años de la apertura del bioparque ya son casi 40.000 los estudiantes que lo han visitado, repartiendo por todos los rincones del país un conocimiento y una conciencia sobre la fauna nativa que es imposible de cuantificar en cifras.

Cuando el bioparque comenzó a tomar forma a principios de siglo, no estaba en los planes abrirlo a ningún tipo de visitas. Había buenos motivos para ello. Está comprobado que los animales obtienen mejores resultados reproductivos  en condiciones de aislamiento, al no verse expuestos al estrés provocados por ruidos y olores extraños. Y como el objetivo principal del bioparque era reintroducir animales, parecía lógico dejarlos en total soledad.

Sin embargo, pronto se hizo evidente que además de criar para reintroducir, hay una forma de cuidar a nuestra fauna con efectos a largo plazo.

Ya en el primer año de funcionamiento del bioparque comenzó el interés de instituciones educativas por visitarlo, lo que motivó una reunión en la empresa para resolver qué hacer al respecto. Quedó claro entonces que la institución, además de favorecer la conservación, debía también cumplir una función educativa. ¿Y cuál era la mejor forma de hacerlo, sin convertir al bioparque en un zoológico con público? Las autoridades de la empresa y el director del bioparque, Juan Villalba, lo consultaron con la almohada, y la almohada resultó ser una gran consejera en materia ambiental.

Concluyeron que la mejor opción para no afectar a los animales era abrirlo a visitas educativas de marzo a setiembre, meses en que no hay mayor actividad reproductiva. Además, se resolvió hacerlo con un número limitado de visitas diarias para no alterar demasiado la vida de los habitantes del bioparque

El resultado fue un éxito rotundo, que además permitió tender puentes entre la fauna nativa y los estudiantes, que lamentablemente se conocen mucho menos de lo que deberían. “Hay que pensar en que muchos de los mamíferos nativos son nocturnos, de tamaño pequeño o elusivos, y que los niños no tienen oportunidad de verlos, a diferencia de lo que pasa con los del continente africano”, explica Villalba.

“Si queremos realmente conservar las especies nativas,  lo fundamental es que la gente las conozca. Nadie protege lo que no conoce, ni se interesa por su suerte”, agrega Juan.

Y si no le creen a Juan (aunque deberían), créanle al ecólogo senegalés Baba Dioum, que lo expresa con claridad en un cartel del Bioparque M’Bopicuá: “Al final conservaremos solo lo que amamos, amaremos solo lo que entendamos, entenderemos solo lo que se nos enseñe”.

Y para llevar ese mensaje a toda la sociedad, qué mejor que los más chicos, que pueden hacer de verdaderos maestros con los adultos en materia de cuidado ambiental. “Los mejores aliados que podemos tener son los niños defensores de la naturaleza, que pueden transmitir ese sentimiento de la mejor forma posible a sus padres. Todavía me pasa encontrarme con mujeres u hombres adultos que estuvieron aquí cuando eran niños y me preguntan por tal o cual animal. Si te acordás de los animales es porque algo te llegó”, se entusiasma Villalba.

Casi veinte años después del comienzo de aquellas visitas, ya hay experiencia suficiente para saber qué efectos tuvo. La principal muestra es la capacidad reproductiva de los animales durante todo este tiempo, que no pareció verse afectada a juzgar por la gran cantidad de nacimientos registrados. “Queda claro que era factible conjugar ambas actividades”, apunta hoy Villalba.

Tras la preparación de un curso para los flamantes guías, que daba información valiosa sobre las especies y sus hábitos, así como los objetivos del bioparque y un poco de historia del lugar, a comienzos de 2002 estaba todo listo para recibir a los primeros alumnos interesados. Solo faltaba ahora que hubiera niños y jóvenes con curiosidad por preguntar y descubrir. Y vaya si la tuvieron.  

La mosca es un incesto

La primera institución que llegó al bioparque lo hizo en abril del 2002, con un detalle curioso. Dos de los niños del Colegio Laureles ya conocían de cabo a rabo el sitio, lo que los volvía prácticamente en guías no titulados: eran los hijos de Juan, que lograron transmitir de tal modo en el aula su entusiasmo por los animales, que el colegio se interesó inmediatamente  por visitar el lugar.

En las visitas, los alumnos son recibidos en el Aula de la Naturaleza, donde se proyecta un video que los introduce al bioparque (a cargo de dos personajes animados: el niño Gusi y el coatí Nasu). Luego se recorre el área central del criadero, el lago de los yacarés, el recinto de los grandes felinos y se hace un sendero de monte a la vera del río Uruguay. Por allí se llega al “lugar misterioso”, según diría Gusi: el antiguo establecimiento cárnico de M’Bopicuá.

En los primeros tiempos (y en parte ahora también), la mayor atracción era el lago de los yacarés (Caiman latirostris). La maestra Silvana Arocena, una de las primeras guías, recuerda que a los niños les generaban curiosidad pero también muchos nervios, por lo parecidos que son a los cocodrilos que se ven con tanta frecuencia en películas y documentales.  “¿Los yacarés comen personas?”, es una pregunta frecuente, a pesar de que lo más grande que se ha zampado un yacaré es algún pez, entre su dieta de moluscos y crustáceos.

“Los asocian a los cocodrilos y creen que tienen el mismo peligro”, explica la actual guía, la psicóloga Mary Carmen Silva. Eso obliga, como en tantas otras especies, a mostrar a los niños la verdadera identidad de nuestros animales y las diferencias con otros que tienen mucha más “prensa”, pese a estar tan lejos de nuestro país. Al miedo, le siguen algunas preguntas inevitables que no son patrimonio de los niños (al igual que el desconocimiento de la fauna nativa): “¿Para qué se necesitan los yacarés?”, a lo que la guía debe explicar que los animales no tienen que justificar su existencia al ser humano ni su complejo mundo puede dividirse en buenos o malos.

Si los alumnos tuvieran que elegir un “rey” del bioparque, ese sería Arandú, el jaguar (Panthera onca), que les llama la atención por la belleza y el tamaño. “Muchos niños jamás vieron ni conocen animales de ese porte”, explica Mary Carmen.

Para mejor, el jaguar ya se acostumbró a la presencia de la guía y cada vez que oye su voz le dedica un show que  fascina a todos los estudiantes: se acerca al tejido y se pone patas arriba, como un cachorro de gato que espera caricias. “¿Es tu mascota?”, le preguntan los niños a la guía. “¿Lo acariciás?”, consultan otros. Mary Carmen, que dice tener una “relación muy especial” con Arandú, solo puede explicarles la mala idea que sería acariciar a un jaguar.

El puma (Puma concolor) es el segundo, tanto en tamaño como en favoritismo. Además de asociarlo automáticamente a una marca de agua mineral, los estudiantes quedan asombrados cuando se les cuenta que ese animal estuvo mucho tiempo en la casa de una persona, hasta que pudo ser ubicado en el bioparque. “Entonces ahora está de vacaciones”, le comentan a veces.

Otro felino que los sorprende, quizá por lo poco frecuente que es verlo en el país o en los documentales de naturaleza, es el gato de pajonal (Leopardus colocolo), que durante las visitas suele dormitar muy bien camuflado entre la vegetación. Tan bien, que algún niño confundido por el nombre ha preguntado si los gatos de pajonal están hechos de pasto. El aspecto de su pelo pajizo y su nombre sin dudas alimentan un poco la confusión al respecto, pero con el tiempo le ha ganado incluso en el “curiosómetro” infantil al margay.

El equivalente del “payaso” que anima la función en el lugar es el lobito de río (Lontra longicaudis), que se ha transformado en el “showman” (o “show-otter”, sería la expresión correcta) del bioparque. Cuando tiene público, hace toda una serie de demostraciones muy expresivas, que son recibidas con entusiasmo por el público bajito.

Los coatíes (Nasua nasua) son otro éxito asegurado, pero causan sensaciones muy distintas. “¡Esos son los que roban en las cataratas, maestra!”, le dicen a la guía, sin duda debido a los relatos de padres , familiares o allegados que han estado por las cataratas del Iguazú, donde los coatíes se acostumbraron demasiado a la presencia humana. Como hay uno de ellos que ronda el lugar fuera de su recinto, lo miran con desconfianza, no sea cosa que con garras hábiles se birle más de una merienda.

Los niños que visitan el bioparque están repletos de preguntas curiosas e inteligentes, pero por supuesto que no faltan los chistosos que se aprovechan de los mitos de algunos animales, repetidos durante cientos de años en cuentos infantiles y charlas de padres sin ganas de complicarse la vida. Cuando toca el turno de ver a las cigüeñas, es inevitable que alguno pregunte si son las encargadas de traer a los bebés al mundo. “Puede ser, pero no las que trajeron a ustedes”, responde Mary Carmen, no sea cosa que la pongan en el brete de explicar cómo es que llegan exactamente los niños al mundo.

Otra mirada

Los escolares quieren saber cómo obtuvieron sus colores las espátulas rosadas y si son parientes de los flamencos. Se asombran con la táctica defensiva de la garza colorada, que es capaz de aparentar un tamaño mucho mayor del que realmente tiene. Compiten en curiosidad con los hurones. Están ávidos de información y se sorprenden a cada paso, mientras aprenden a respetar y cuidar la fauna local.

Cuando llegan al sector de los pecaríes, por ejemplo, asumen que son jabalíes, un error frecuente a cualquier edad y que es producto de que este animal nativo haya desaparecido del país hace más de cien años, mientras una especie exótica como el jabalí prospera a gusto. Se sorprenden cuando se les cuenta que se trata de animales que sus abuelos no pudieron ver, pero que ahora ellos pueden disfrutar en la naturaleza gracias a que fueron reintroducidos recientemente por el Bioparque M’Bopicuá. Por ello, se les enseña a diferenciarlos y a no verlos como animales de caza.

La idea, dice Mary Carmen, es que observen a los animales desde otra óptica. Cuando nota que los  escolares se refieren a alguno de los animales nativos en términos  de caza, les presenta a Pincho, un carpincho tan habituado a la presencia humana que se deja acariciar sin problemas. Tan es así que cuando ve llegar el auto de Mary Carmen se acerca enseguida a ella. Los niños hacen una fila para tocar a Pincho y sentir el contacto de su pelaje áspero, para verlo y sentirlo  de una forma distinta. “Eso los ayuda a irse con otra mirada y a desnaturalizar prácticas que a veces traen arraigadas”, cuenta la guía.

Muchos de los niños y niñas que visitaron el bioparque han vuelto ya de grandes, en una función muy distinta. Algunas alumnas han regresado como maestras que llevan a su vez a estudiantes, tan curiosos o sorprendidos como ellas quince años atrás. Otros se convirtieron en estudiosos de los animales, desde biólogos a veterinarios. Para muchos, su primer flechazo con los animales se produce  allí en el bioparque. Esa chispa de conocimiento y de pasión por la naturaleza, que se mantiene encendida gracias a los más de 40.000 estudiantes que visitaron el lugar, hace que permanezca viva la esperanza de muchas especies nativas que vale la pena conocer y proteger.


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