M´Bopicuá, entre leyendas y murciélagos
Lo habitaron vampiros, lo rodean las leyendas y quedó olvidado luego de una batalla breve y desigual: el Bioparque M’Bopicuá esconde un secreto con ciento cincuenta años de historia.
Por Martín Otheguy
Ilustración: Oscar Scotellaro
Cuando los niños que visitan el Bioparque M’Bopicuá llegan al lugar, son recibidos en el Aula de la Naturaleza por Gusi y Nasu, una dupla de personajes animados que los introducen al sitio con un video breve. Gusi y Nasu les explican que en las ciento cincuenta hectáreas del bioparque hay tres zonas: la estación de cría, el sendero del monte y “un lugar misterioso”.
No son exageraciones de dibujitos animados. Quien haya pasado por ese “lugar misterioso” percibe algo especial al caer la tarde, cuando se confunden las sombras de la naturaleza y de las huellas del hombre. A esa hora, si uno hace un esfuerzo, puede imaginar la vida que agitó el pasado de las ruinas enormes que hay allí, cubiertas por el monte indígena que avanza, pero no logra borrar completamente el aire de grandeza decadente de las construcciones.
La sensación no es reciente. Ya en 1915, el escritor y aventurero escocés Robert Cunningham Graham (protagonista de otro de nuestros relatos) quedó impactado por la visión de aquel lugar, que “había adquirido un aire de castillo”. “A tal punto había recobrado su poder la naturaleza que los edificios, los árboles y los senderos, cubiertos hace mucho de pasto, parecían arruinados desde hace siglos, aunque apenas veinte años habían pasado desde que el lugar quedara abandonado y comenzara su decadencia”, escribió. ¿Cómo podía haber ocurrido algo así con unas construcciones de tal porte? Esta, sin dudas, tiene que ser la historia de algo que salió mal.
Construido en 1875 a unos dieciséis kilómetros de Fray Bentos, el lugar se llamó Los Bopicuaces o M’Bopicuá, denominación que recibió por el arroyo homónimo que muere en el río Uruguay. El significado de esta palabra guaraní es “cueva de los murciélagos”, un nombre al que sigue haciendo honor. Los vampiros se han refugiado en sus ruinas, aunque no los mismos que nos dejaron la literatura y el cine, con su capa de terciopelo y su acento rumano.
A comienzos de los setenta, el naturalista Julio César González estuvo en el lugar y notó un caballo con una herida muy distintiva cuyo causante dedujo inmediatamente. Se metió en uno de los túneles de estas ruinas históricas y pudo atrapar al responsable: un vampiro, efectivamente, pero un murciélago vampiro (Desmodus rotundus), del que encontró más de una colonia en la zona.
La historia de aquel lugar majestuoso, abandonado y reclamado por la naturaleza, se había iniciado exactamente cien años atrás.
Las invasiones inglesas
A mediados del siglo XIX comenzaron a instalarse en el litoral del río Uruguay varios saladeros y establecimientos con el objetivo de exportar la mayor riqueza del país: la carne y sus derivados. Pero fue en las cercanías de Fray Bentos donde surgió en 1862 un gigante que cambió todas las reglas del juego: la Société Fray Bentos, Giebert et Compagnie o Liebig Extract of Meat Company (Lemco) a partir de 1865, del ingeniero alemán Georg Giebert y fundada en Londres. Décadas más tarde se transformaría en el famoso Frigorífico Anglo.
La llegada de aquel emprendimiento cambió al pequeño pueblo de Fray Bentos. Tan es así que en 1876 los hermanos irlandeses Mulhall, editores de periódicos en el Río de la Plata, aseguraban que “Fray Bentos debe toda su importancia a la fábrica de Liebig”, destacando el gran tráfico de buques y agregando que en 1874 “la estadística parroquial dio treinta y tres casamientos y ochenta y ocho fallecimientos”. “Este pueblo progresa notablemente”, escriben, suponemos que no por la relación de casamientos-fallecimientos sino por la actividad comercial y su crecimiento.
Fue allí, en Fray Bentos, y con el protagonismo de la Liebig, donde se celebró una guerra que dejó como resultado las ruinas enigmáticas de M’Bopicuá.
En 1870, la firma británica The River Plate Pressure Meat Preserving Company Limited adquirió la estancia de M’Bopicuá y el predio circundante de tres mil cuatrocientas hectáreas para construir un establecimiento cárnico que pudiera competir con el coloso cercano. Se trató de una inversión importantísima. Según recuerda el historiador René Boretto en Historiografía de la ciudad de Fray Bentos, la fábrica podía procesar cuatrocientos vacunos diarios e incluía una usina a gas y ocho prensas para carne de doce toneladas cada una con sus respectivas calderas. Las instalaciones cubrían una superficie de doce cuadras. Sobre la costa, se instalaron fuertes construcciones de material para los elevadores hidráulicos con los que contó el emprendimiento, el primero en Sudamérica que tuvo estos adelantos. Rodeando las instalaciones, unos “modestos rancheríos” albergaban a los numerosos trabajadores del establecimiento.
Las crónicas de 1873 del periódico El Independiente, de Fray Bentos, dan cuenta de la expectativa de la época ante el emprendimiento, pero también de cierta desconfianza. Reportaban sobre los “privilegios” que el gobierno había concedido “para un nuevo procedimiento de beneficiar las carnes”, pero se preocupaban de que los trabajos comenzaran pronto y hasta tenían tiempo para las noticias policiales: en abril de 1873, uno de los trabajadores, de nacionalidad rusa, murió a manos de un italiano en los ranchos de M’Bopicuá.
La guerra con la Lemco, según narra Boretto, se inició incluso antes de que se terminara la construcción de la fábrica en M’Bopicuá, ya en 1872. A través de notas de prensa, la empresa de Liebig denunció ser víctima de una campaña de calumnias (mediante críticas y ataque a su producto) por parte de los propietarios de la River Plate Pressure Meat Preserving Company Limited, que como ya vimos estaban elaborando un proyecto similar y a corta distancia.
La finalización de las obras demoró un poco, pero para 1875 la fábrica ya estaba en funcionamiento. Los hermanos Mulhall dejaron su testimonio de aquellos primeros tiempos. Cuentan que “la usina de gas es lo bastante grande como para un pueblo de cincuenta mil habitantes” y que las bombas contra incendio “son del mejor sistema”.
Golpe de gracia
Pese a esta gran apuesta tecnológica, la mala suerte signó con una velocidad inaudita el destino del establecimiento cárnico de M’Bopicuá, concepto que puede abarcar también a las decisiones equivocadas, a la lucha encarnizada (literalmente) con la Liebig y a un pobre sentido de la oportunidad.
Boretto menciona que 1875, cuando la empresa comenzó a funcionar, fue un año de crisis devastadora, en el que se produjo una gran mortandad ganadera, balances comerciales deficitarios en el Estado y pérdidas casi totales de cosechas de trigo y maíz.
La compañía Lemco no tuvo clemencia con su incipiente competidora. Uno de los hechos que desencadenaron la debacle del establecimiento de M’Bopicuá fue el fracaso en 1876 de una exportación completa de conservas, que comenzaron a reventar con tal ruido que pobladores cercanos que escucharon las explosiones creyeron que se había iniciado la revolución. “La Liebig’s ya tenía enfrentamientos con la empresa de M’Bopicuá y no eran pocos los intereses que se enfrentaban como para que no se justificase llevar esta ‘guerra’ a otros planos”, sugiere Boretto sobre el incidente.
La Liebig, que era toda una multinacional para la época, terminó por aplastar a su competencia con una guerra comercial que podía permitirse gracias a su imponente faena de bovinos.
Tan solo dos años después de haberse inaugurado, la empresa inglesa de M’Bopicuá ya no podía pagar los sueldos. El gerente y los trabajadores iniciaron un juicio a la firma, que se declaró en quiebra en 1878. Llegaron entonces nuevos dueños, en este caso irlandeses, pero pese al gran esfuerzo el emprendimiento no pudo levantar cabeza.
A la Lemco solo le faltaba dar el golpe de gracia. Con su rival vencido y en la ruina, le resultó muy fácil comprarlo unos años después a bajo precio. El establecimiento M’Bopicuá pasó a manos del coloso británico, que para evitar que osara volver a desafiarlo en algún momento terminó por desarticular sus instalaciones, dejando aquellas portentosas construcciones a merced del tiempo y la naturaleza (y de los murciélagos vampiros) antes de que culminara el siglo XIX.
Las voces del pasado
El tiempo les dio a aquellos sueños frustrados de grandeza la piedad del olvido, que transmutó hoy a la imagen romántica del pasado que se resiste aún a dejarse devorar por la naturaleza. Los restos se resignificaron y son un atractivo nacional, testigo de una época febril en que Fray Bentos se convirtió en la cocina del mundo.
En 2009, el establecimiento pasó a ser Monumento Histórico Nacional, según un decreto del Ministerio de Cultura cuyo propósito fue “preservar los bienes culturales testimonios de la actividad económica de una época del país”.
El tiempo, como hace siempre, puso también las cosas en su lugar e igualó a los viejos rivales con la vara de la perspectiva, frente a la que se empequeñecen las mezquindades y disputas humanas.
No muy lejos de ahí, la otrora poderosísima fábrica Liebig dejó solo un esqueleto gigante de hierro y hormigón, convertido hoy también en memoria de una época que ya se nos antoja muy lejana. En él, un hermoso museo se encarga de revivir una historia rica y de un tiempo muy agitado.
Del establecimiento M’Bopicuá quedan ahora las leyendas y los relatos que fueron trasladándose en el imaginario colectivo, alimentados por más de un atardecer en las ruinas. El “antiguo saladero” tiene ahora también una dimensión mítica que le dio la propia población de Fray Bentos.
La guía actual del Bioparque M’Bopicuá, Mary Carmen Silva, relata que, durante las visitas de grupos de jubilados, son varios los que hacen relatos de un “lugar embrujado”, en el que se escuchan los sonidos de los antiguos habitantes que desaparecieron rápidamente. Esas manifestaciones son, más que fantasmas reales, las formas que la memoria colectiva encontró para hacer perdurar la magia del lugar por encima de su brevísima historia.
Las opiniones vertidas en estas historias son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, el pensamiento del Bioparque M’Bopicuá o de sus autoridades y/o las de Montes del Plata.