El arca de M’Bopicuá

¿Quiénes fueron los primeros habitantes del bioparque? Desde un carpincho que causó sensación en Japón al imponente yacaré Juancho, repasamos algunas historias de los pioneros de M’Bopicuá.

Por Martín Otheguy 

Ilustración: Oscar Scotellaro

 

Cualquier proyecto que tenga como objetivo conservar y criar especies para rescatarlas de la desaparición debe contar con pioneros, además de un impulsor. Si Noé hubiera decidido embarcarse solo en su arca, o a lo sumo llevar únicamente a su familia, su historia sería claramente mucho más aburrida y menos valiosa.

Juan Villalba, el coordinador del Bioparque M’Bopicuá, no tuvo necesidad de conseguir siete parejas de cada uno de los “animales limpios, y de animales que no eran tan limpios, y de las aves, y de todo lo que se arrastra sobre la tierra” (por suerte para él), pero también tuvo que elegir dentro de sus posibilidades qué parejas de animales comenzarían esta aventura.

¿Quiénes tuvieron el honor de ser los primeros inquilinos del bioparque? ¿Qué historias tienen para contar?

En el año 2000, Villalba vivía solo en la estancia de M’Bopicuá, desde donde supervisaba las obras para albergar a los animales y diseñaba en su cabeza los recintos, visualizándolos entre las chircas y las especies invasoras que dominaban el lugar.

Los primeros habitantes, sin embargo, llegaron demasiado pronto. Cuando aún no estaba finalizada ninguna instalación, se enteró de que había dos gatitos de pajonal en una casa de Paso Centurión (Cerro Largo).

La familia que los tenía, con buenas intenciones, pero sin demasiada idea de cómo cuidar a estos animales, los estaba intentando criar a guiso, una idea que era notablemente resistida por los pequeños felinos. Como ya no podían liberarse en la naturaleza -la familia los tenía desde que eran cachorros recién nacidos-, le avisaron a Villalba para que se contactara con la mujer y pudiera sumarlos al proyecto de M’Bopicuá.

Tras interiorizarse de qué se trataba la iniciativa, la mujer estuvo encantada de donarlos, por lo que allá marchó a buscarlos el naturalista con su esposa e hijos, encontrándose efectivamente con dos pequeños y peludos gatos de pajonal. Sin embargo, no había lugar aún para ellos en el bioparque; su situación era similar a un promitente comprador de un inmueble que tiene que buscar dónde vivir mientras espera que se construya. Y el lugar en el que se alojaron los primeros habitantes de M’Bopicuá durante dos o tres meses fue el más insólito posible: en pleno centro de Montevideo, en el apartamento de los Villalba.

El naturalista acondicionó allí una jaula para ellos en su escritorio, hasta que dos o tres meses después quedó armado el recinto en M’Bopicuá, el primero de los espacios habilitados junto al de los coatíes y el de los cardenales amarillos.

Aquellos gatos fueron excepcionalmente longevos y vivieron hasta hace muy poco en el bioparque, con el estatus de haber sido los “Adán y Eva” de M’Bopicuá.

El macho murió a los dieciocho años y la hembra a los diecisiete. Tuvieron varias crías, todo un logro si se tiene en cuenta lo difícil que es reproducir felinos de pequeño porte en cautiverio.

¿Cuál fue entonces el primer nacimiento en el bioparque? Bopi, el primogénito de esta pareja, que no tuvo la suerte de vivir tanto como sus padres. El evento fue lo suficientemente importante como para ser destacado en la publicación ZooBorns, por lo que se podría decir que Bopi fue la primera estrella del bioparque en conseguir repercusión internacional. Algunos de sus hermanos, nacidos unos años después, todavía se encuentran allí.

A pesar de haber sido criados en esos primeros meses con presencia humana, Villalba aclara que aquellos dos felinos pioneros “siempre fueron ariscos y agresivos”, lo que a su juicio es una buena noticia, ya que el propósito del bioparque no es tenerlos como animales domésticos sino lograr reintroducirlos en la naturaleza. Por lo general, los gatos de pajonal no son nada dóciles, pese a su aspecto simpático a medio camino entre un gato doméstico y un peluche.

Patas descalzas, sueños blancos

Poco después de los papás de Bopi llegó otra pareja al arca de M’Bopicuá: dos coatíes que fueron cedidos por el Parque Lecocq. Llevaban “los nombres poco académicos de Antonito y Shakira”, cuenta Juan. No porque se hayan separado luego de unos años con amplia difusión mediática o porque el padre de Antonito gobernara una población de coatíes en Argentina; los nombres fueron dados por los hijos de Villalba, gracias a la exposición mediática que tenía por entonces la pareja formada por la cantante colombiana y el hijo del expresidente argentino Fernando de la Rúa.

También se hizo presente en esos primeros tiempos una pareja de carpinchos, los pioneros de esta especie en el bioparque, que fueron donados por una familia que los había intentado mantener como mascotas. Cuando los carpinchos crecieron, sus propietarios se dieron cuenta de lo poco adecuado que es tener al roedor más grande del mundo en un hogar. No solo por su costumbre de roer todo lo que encuentra, sino porque es un animal acuático, de hábitos anfibios. Para peor, defeca en el agua, por lo que no es precisamente un animal que uno pueda tener en la bañera de su casa o en la piscina inflable de los hijos en el jardín.

Lo más peculiar de estos carpinchos, sin embargo, no fue su llegada al lugar sino la descendencia que dejaron un tiempo después, más específicamente en la Navidad del 2003. Entregaron un

regalo muy especial, porque entre las dos crías que nacieron ese 25 de diciembre había una completamente blanca, toda una rareza en el mundo de los carpinchos.

Como era una hembra, la bautizaron con el nombre no muy original pero sí muy descriptivo de Blancanieves. No hay prácticamente registros de carpinchos albinos, lo que convirtió a Blancanieves en toda una sensación. Una amiga de Juan, que mantenía un sitio web en Estados Unidos dedicado a los carpinchos, lo difundió y provocó asombro en sus lectores. Fue tan así que un japonés que lo vio allí se obsesionó con comprarlo.

Para entender por qué alguien que vivía del otro lado del mundo estaba tan desesperado por lograr que le mandaran un carpinchito, hay que comprender la fiebre que hay por estos animales en Japón. Parte de la culpa la tiene Kapibara-san, un carpincho animado que tiene hoy toda una serie de productos de marketing con su imagen. Y si tener un carpincho como mascota es moda en Japón, imagínense el prestigio que el amigo asiático imaginaba que obtendría de conseguir uno blanco.

Ya desde la primera comunicación con Villalba ofreció comprarlo. Juan, amablemente, le explicó que no estaba a la venta y le detalló cuáles eran los propósitos del bioparque. El asiático, creyendo que era una estrategia para obtener más dinero, subió la oferta. El naturalista, ya con más firmeza, le insistió en que los animales no se vendían y que M’Bopicuá no tenía fines comerciales. El japonés, convencido de que se encontraba ante un formidable estratega del regateo, formado en las mejores tiendas del Gran Bazar de Estambul, elevó aún más la oferta.

Mientras más se negaba el naturalista, más aumentaba la cifra. Juan no recuerda hoy el número, pero sí que era muchísimo dinero, escandaloso para un solo animal. Finalmente tuvo que pedirle a un amigo inglés que le redactara una carta en la que quedara claro, sin lugar a dudas, que el carpincho no estaba a la venta. Una vez recibida, el japonés entendió y no volvió a escribir, lo que nos da pie a especular sobre el grado de firmeza que habrá tenido aquella misiva.

Tío caimán

Otros aventureros adelantados formaron parte de aquellas primeras generaciones. Aprovechando que su hábitat estuvo entre los primeros planificados y realizados en el bioparque, los yacarés llegaron temprano, provenientes de un criadero que tenía la Dinara en Salto.

Entre ellos se destacaban un macho y una hembra, que fueron apodados Juancho y Juanita. Son hoy patriarca y matriarca de M’Bopicuá, ya que permanecen aún allí con su imponente tamaño de casi dos metros y medio. Los yacarés pueden vivir cerca de cien años, por lo que hay Juancho y Juanita para rato; sin embargo, no todo ha sido color de rosa para la especie en estos veinte años. En épocas de reproducción suelen producirse disputas en la laguna, que han terminados a veces con el temperamental Juancho hiriendo o matando a otros machos.

M’Bopicuá no escatimó recursos para lograr que se reprodujeran y reinsertarlos en su hábitat. En el 2002, contrató a expertos para que hicieran un estudio de la situación del yacaré en las áreas de la empresa en Paysandú. Descubrió que en uno de los lugares donde habitaban, los yacarés hacían sus nidos en zonas bajas que quedaban inundadas en los veranos lluviosos. Por ello, recomendó realizar una técnica llamada “rancheo”, que consiste en retirar los nidos e incubarlos artificialmente. Fue exactamente lo que Villalba hizo: llevó un nido en peligro a M’Bopicuá y lo incubó allí, lo que permitió que en 2003 nacieran los primeros yacarés con esta técnica. Como en la incubación artificial la temperatura determina el sexo de las crías (a 30-31 grados nacen hembras, y a 33-34 nacen machos), Villalba pudo regular el género de sus poblaciones.

A partir de 2005 M’Bopicuá comenzó a reintroducir yacarés en zonas naturales, un esfuerzo que permitió que más de 50 de estos animales hayan vuelto desde entonces a la naturaleza. Al igual que ocurrió con los coatíes, fueron liberados en una zona en la que había registros, pero su población estaba mermando. Ahora prosperan en el área y se han expandido a algunos campos vecinos.

Esos pioneros –además de los mencionados en otros relatos- fueron acompañados poco después por un aporte importante que dio empuje a la población de M’Bopicuá. La familia Pirotti, de Paysandú, dueña de una colección de fauna considerable (registrada legalmente en la Dirección de Fauna), donó los animales cuando murió su propietario. Llegaron entonces los primeros venados de campo, un tucán que todavía vive en el bioparque, cisnes de cuello negro y flamencos, entre otros

El viaje de esta arca lleva mucho más de cuarenta días y cuarenta noches. Pasaron ya veinte años desde que aquellos adelantados comenzaron esta historia e hicieron suyo el bioparque. Algunos, que resisten todavía allí, fueron testigos de todas las transformaciones por las que pasó M’Bopicuá. Entre ellos están los yacarés Juancho y Juanita e incluso un coatí ya muy viejito. Otros dejaron descendientes que hoy son los encargados de continuar la línea iniciada hace dos décadas, como los gatos de pajonal, los pecaríes o los coatíes.

Ahora tienen compañía. No son ya un puñadito de ejemplares que se abren paso entre recintos en construcción y los proyectos que surgen de la cabeza de un naturalista. Cientos de animales de más de sesenta especies siguen manteniendo el sueño en marcha, siempre hacia adelante.

 

 

Las opiniones vertidas en estas historias son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, el pensamiento del Bioparque M’Bopicuá o de sus autoridades y/o las de Montes del Plata.


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