El súper dinámico marsupial de M’Bopicuá

En Uruguay ronda un fantasma pequeño y misterioso, tan elusivo que durante mucho tiempo no se sabía si realmente estaba allí. Hubo que esperar a que M’Bopicuá brindara las primeras pruebas al respecto.

A comienzos de los años setenta, todavía faltaba mucho para que naciera el Bioparque M’Bopicuá. Su director, el naturalista Juan Villalba, era entonces un joven entusiasta que iniciaba sus primeros pasos en el Instituto para la Preservación del Medio Ambiente y aún restaban décadas para la fundación de Montes del Plata. Ello no quiere decir, sin embargo, que en la estancia de M’Bopicuá y sus alrededores no hubiera animales. O naturalistas, para el caso.

Fue justamente la combinación de dos animales –en este caso un zoólogo (Homo sapiens) y una lechuza de campanario (Tyto alba tuidara)- lo que permitió que M’Bopicuá tuviera ya entonces un papel importante en el estudio de la fauna local, casi treinta años de que se iniciara el bioparque con su proyecto de reintroducción de especies. Aquel hallazgo era parte de un misterio que, como buen enigma, no termina de resolverse casi cincuenta años después de los hechos narrados en este relato.

Entre 1970 y 1972, el mastozoólogo Julio César González realizó tres visitas a M’Bopicuá con el objetivo de realizar algunas observaciones sobre los mamíferos existentes en la zona. Poco escapó al ojo atento (y las manos) de González en ese tiempo, como quedó registrado en la publicación Comunicaciones del Museo Municipal de Historia de Río Negro (1973).

Para comenzar, en sus visitas Julio pudo comprobar que M’Bopicuá (“Cueva de murciélagos” en guaraní”) hace justo honor al nombre.

La estancia misma de M’Bopicuá, hoy dentro del bioparque, parecía haberse convertido en un santuario para estos mamíferos (algo que el propio Juan Villalba confirmó treinta años después, cuando le tocó irse a vivir allí). En sus visitas, el zoólogo localizó una población de murciélagos de vientre blanco (Myotis albescens) en el cielorraso de la casa principal. Se pasó más de una noche en vela y en atenta vigilancia, como un padre preocupado en espera de sus hijos adolescentes cuando salen.

Los adolescentes en este caso eran los murciélagos, que a partir de las ocho y poco de la noche comenzaban a salir de la casa y regresaban en masa horas más tarde. Julio los veía introduciéndose por las canaletas de techo de zinc y anotaba diligentemente todos los datos. Como buenos jovencitos salidores, también, la mayoría volvía poco antes del amanecer, en gran confusión y barullo.

González anduvo bastante activo en lo que respecta a rastrear murciélagos, porque logró colectar también algunos ejemplares de “murciélagos argentinos”, llamados así no porque se tratara de quirópteros visitantes provenientes de la otra orilla sino porque era el nombre común para el Eptesicus brasiliensis argentinus, una subespecie del murciélago pardo brasileño.

El asunto con los mamíferos alados no terminaba allí. Colectó también en el patio de la estancia murciélagos escarchados (Lasiurus cinereus vilosissimus) y molosos comunes. No muy lejos de ese lugar, en las ruinas del saladero, se topó con vampiros.

Tras notar que un caballo presentaba una herida sangrante, Julio se metió en los túneles del antiguo saladero de M’Bopicuá y encontró un ejemplar de murciélago vampiro (Desmodus rotundus). A unos dos kilómetros de allí halló luego otra colonia de estos vampiros, en una pequeña cueva ubicada en una barranca.

Pocos animales escaparon a las manos inquisitivas de Julio: una mulita, un peludo y un tatú pasaron por las suyas en aquellas visitas. Los carnívoros tampoco faltaron. En sus recorridas encontró un zorro perro en los alrededores de la estancia, un zorro de campo en una isla de monte formada por árboles nativos, un hurón en el patio de la estancia y un mano pelada dentro del hueco de un árbol en el arroyo Bopicuá. Pudo ver también gatos de pajonal, gato montés, apereás, nutrias, carpinchos, ratones de monte, rata de pajonal, rata arborícola, rata conejo y rata de agua chica.

Como queda demostrado, la vida bullía y bulle en M’Bopicuá, pero el mayor descubrimiento que hizo Julio no fue el de ningún animal vivo y coleando por los alrededores. Estaba en el vómito de una lechuza.

Lo esencial y lo invisible

Aclaremos: no es que Julio González tuviera un morbo especial por revolver las regurgitaciones de lechuzas, sino que sabía perfectamente la información valiosa que se puede encontrar en ellas. Por ejemplo, son muy útiles para hacerse una buena idea de la fauna pequeña de una región, especialmente roedores, que a veces no es fácil de ver.

En las ruinas de una antigua casa del predio, en los bolos de regurgitación de una lechuza de campanario, encontró algo inusual. Tanto, que descubrió que se trataba de un animal no registrado hasta el momento en Uruguay. No era un roedor, los protagonistas más frecuentes en las devoluciones de las lechuzas, sino un marsupial, aunque muy distinto a sus primos gigantes y famosos que viven en Australia.

Este marsupial, obviamente, era lo suficientemente pequeño como para que lechuza pudiera tragárselo, lo que significa que tampoco era otro de sus primos célebres, ampliamente presentes en Uruguay y con mala reputación: la comadreja (en cualquiera de sus especies registradas). Julio había hallado los restos de uno de los micromamíferos más intrigantes, elusivos y misteriosos de la región: una marmosa.

Con sus hábitos nocturnos y su aspecto de pequeños ladrones, gracias al antifaz de pelaje que rodea sus ojos negros, estas comadrejitas enanas se las ingeniaron para pasar inadvertidas durante mucho tiempo, pese a estar presentes en montes, arenales y pastizales del Uruguay.

 

Julio González aportó la primera prueba de su existencia gracias a sus aventuras en M’Bopicuá, tal cual quedó registrado en la publicación ya mencionada de 1973. Es muy poco lo que dice en ese trabajo sobre la marmosa, lo que no deja en evidencia un problema de Julio sino de lo poco que se sabe de este animal y de la tenaz resistencia que ha demostrado para revelar sus secretos. Los científicos, de hecho, no tienen claro aún cuáles son las especies que habitan nuestro territorio y cuál es el nombre científico aplicable a cada una.

 

Para peor, las marmosas también eluden casi todas las trampas que se usan comúnmente para atrapar y estudiar micromamíferos, situación que ha impedido contar con la cantidad de ejemplares suficientes para un estudio detallado. Este minúsculo escapista, con mirada de eterna sorpresa y ojos con una cualidad enternecedora muy superior a las de sus primos mayores, estaba demostrando ser un enigma pertinaz.

Aunque no dijera mucho sobre la marmosa en aquel trabajo, la chispa del misterio se había encendido en Julio González, que estaba decidido a observar una marmosa por fuera del vómito de la lechuza, vivita y coleando (especialmente coleando, ya que la marmosa tiene cola prensil). Y en eso, una vez más, jugó un papel fundamental M’Bopicuá.

Pequeña, peluda y suave

Entre 1976 y 1979, González realizó nuevas visitas a Río Negro, especialmente al arroyo Bopicuá, en busca de la intrigante y huidiza marmosa. Durante varias noches seguidas colocó treinta trampas con la esperanza de que en alguna de ellas quedara una marmosita despistada. Se llevó una desilusión al comprobar que el pequeño marsupial logró esquivarlas todas, pese a la suculenta ración de crema de maní y avena que puso en cada una.

Sin embargo, supo ser perseverante y no se quedó con las manos vacías (literalmente). Su paciencia dio frutos y tras una atenta vigilia logró capturar tres ejemplares vivos de marmosa, que confirmaron el hallazgo que él mismo había hecho comienzos de los setenta. Sorprendentemente, las capturó a mano, cuando las marmosas se trasladaban entre matas de paja, hecho que demuestra la velocidad de los dedos del zoólogo.

En un trabajo publicado en 1985 por el Museo de Historia Natural de Montevideo, González narra que “la captura a mano es sumamente difícil dada la rapidez y agilidad con que se desplaza”. “Pese a ello pudimos observar un individuo que se mantenía suspendido de las hojas de paja por intermedio de la cola y hacía utilización de ella cuando se desplazaba entre las hojas de las matas”, escribió.

Las capturas se realizaron en zonas bajas y anegadizas de las costas del río Uruguay y del arroyo Bopicuá. Con este nuevo hallazgo, “se verifica la existencia del género y se identifica a nivel subespecífico la forma que vive en nuestro territorio”. Ese era sin embargo un terreno más peliagudo que aquel en el que vive la marmosa. El mismo González lo admitía en el trabajo, cuando explicaba que “este numeroso grupo de didélfidos es difícil y motivo de dudas en muchas de sus numerosas formas geográficas”.

Identificó los ejemplares como marmosa agilis chacoensis, pero muchos años después fueron asignados al género de marmosas Cryptonanus (en un trabajo del biólogo Juan Martínez-Lanfranco), lo que demuestra lo elusivo que es este animal en todos los campos, no solo en los que tienen pajonales.

La marmosa es un verdadero dolor de cabeza, se logre atrapar o no. Puede que los investigadores hayan logrado capturar algunas, pero el animal aún se sigue escapando en materia de análisis científico. Tan misteriosa es que puede incluso que las marmosas capturadas por González correspondan a una especie nueva para la ciencia, lo que resaltaría todavía más el hallazgo hecho en M’Bopicuá.

Un documento escrito en el 2020 por el encargado de la sección Mamíferos del Museo Nacional de Historia Natural, Enrique González, asegura que la situación de las marmosas en Uruguay es un caso paradigmático que demuestra “cómo en esta parte del planeta el mundo natural guarda secretos inverosímiles, como la existencia de especies de mamíferos hasta ahora desconocidas para la ciencia que podrían llegar a extinguirse sin que la humanidad siquiera se entere”.

Con las marmosas de M’Bopicuá en mano, Julio González logró al menos describirlas (además de fotografiarlas). Pudo contarnos que tienen “pelo sedoso y tupido”, de un color marrón más o menos oscuro, “ojos con un antifaz negro”, “garganta de color amarillento claro” y “pies y manos cubiertas de pelo muy corto de color blanco sucio”. Los tres ejemplares pesaban entre nueve y catorce gramos, y sus cuerpos, sin contar la cola, no medían más de ocho centímetros de largo.

Por pequeñísima que sea, el misterio que sigue guardando la marmosa es enorme. Poco se sabe de sus hábitos o de las áreas que habita, aunque desde que González halló estos ejemplares en M’Bopicuá otros han aparecido en distintas partes del país. Continúa siendo una presencia fantasmal, que elude las trampas y sobrevive entre los pastizales y el avance del ser humano, invisible a casi todos. Ojalá su historia sea larga y los hallazgos en M’Bopicuá hayan sido tan solo sus primeros capítulos, escritos en una tierra con un magnetismo especial para los animales que buscan seguir ocupando un lugar en el Uruguay.


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