Arandú y los jaguares en Uruguay

Arandú, el jaguar del bioparque, es el testimonio vivo de una historia de persecución y despedidas sin reencuentro posible, que marcó el final de una especie que casi deja a Uruguay sin prócer.

Por Martín Otheguy 

Ilustración: Oscar Scotellaro 

 

¡Tigre! ¡Tigre!, reluciente incendio 

En las selvas de la noche, 
¿qué ojo o mano inmortal 
osó idear tu terrible simetría? 

William Blake

Muchos de los alumnos que visitan el Bioparque M’Bopicuá quedan impactados al apreciar el tamaño y el porte de Arandú. El interés que provoca deja de manifiesto la fascinación y el magnetismo que ejercen sobre nosotros los felinos, quizá a causa de algún atavismo heredado de tiempos pretéritos, en los que nuestra  supervivencia se ponía en juego ante la aparición de un depredador tan formidable. 

La sorpresa es doble, sin embargo, cuando se les cuenta que hasta hace no tanto tiempo los jaguares –o tigres, como les llamaban antes- recorrían nuestro territorio a su antojo. “Cuando uno les dice que tuvimos a los tigres americanos habitando el Uruguay se sorprenden muchísimo, lo que a su vez me sorprende a mí”, reflexiona el director del bioparque, el naturalista Juan Villalba. 

Arandú no es tímido ante el espectador ocasional. Se pone vientre arriba cerca de la malla de contención, se pasea por el amplio recinto en el que vive, se mete a chapotear en el estanque y se muestra generalmente  muy activo. Que se haya vuelto necesario que sobreviva en ese entorno y no en el territorio que una vez habitó obedece a una historia larga y contradictoria. Por ejemplo, los antepasados de Arandú casi acaban una vez con el prócer José Artigas, pero a su vez fueron muy eficientes para atacar a los soldados españoles que ocupaban estas tierras.

En 1818, cuando Artigas marchaba con ochocientos hombres en la campaña con el fin de sorprender una fuerza de los portugueses, decidió acampar en la costa del Mataojo. Según contó su lugarteniente Ramón de Cáceres, cuando comenzó a llover a Artigas le hicieron un “ranchito” con unos arcos y un cuero para que pudiera guarecerse. Mientras dormía boca arriba “sintió que le olfateaban los pies”, pero creyendo que era algún zorro “lo espantó dos o tres veces haciendo un movimiento con el pie”. “Al poco rato siente un peso enorme y un olfateo fuerte sobre sus costados. Descubre la cabeza y ve que era un tigre. Se incorpora y lo echa con rancho y todo para arriba”, prosigue el relato.

Al grito de Artigas se levantan los que estaban con él y el tigre finalmente se va “llevándose uno de los cuzcos (perros)” que acompañaban al prócer. “Qué chasco si se le hubiese antojado llevarse al Jefe de los Orientales”, recordaba de Cáceres. Quién sabe cómo sería o cómo se contaría nuestra historia si el jaguar hubiera optado por la presa más grande. Aquel “tigre” pudo comenzar un “efecto mariposa” que hubiera cambiado, literalmente, la historia del país.  

Hay que ser justos y decir que los jaguares no tenían nada personal con la gesta independentista. De hecho, es probable que hicieran más por la independencia que muchos criollos en épocas de dominación española. El historiador Horacio Arredondo cuenta que, en el fuerte de San Miguel, en Rocha (en cuyos bañados los jaguares retozaban a gusto) “pululaban los tigres de manera terrible”. Durante treinta y tres años la guarnición del fuerte estuvo “materialmente sitiada” por los jaguares y nadie podía alejarse y sentirse seguro a más de dos cuadras de la muralla. Tan así, que el comandante de la tropa debió pedirle al virrey del Río de la Plata que suprimiera las rondas nocturnas porque mes a mes había “pérdida de vidas humanas”. 

Es evidente que por entonces los jaguares frecuentaban todavía en buen número nuestras tierras, pero ya tenían los días contados. Como Artigas, por cierto. Miles de venados, carpinchos y todo el ganado que prosperaba en las tierras –pero que justamente iba desplazando a la fauna nativa- les servía de abundante fuente de alimento.  Según un trabajo de Ramiro Pereira y Álvaro Sappa (Historia del jaguar en Uruguay, incluido en el libro El jaguar en el siglo XXI. La perspectiva continental), se calcula que pudo llegar a haber en la Banda Oriental entre cuatro mil y veinte mil de estos animales.  

En 1835, según el relato de los hermanos irlandeses Mulhall (de los que hemos tenido ocasión de hablar en otra de las historias) un cazador apodado Yuca Tigre mató ciento cinco jaguares en el transcurso de un año en Rincón del Tacuarí (en la margen de la laguna Merín). 

Me parece que vi un lindo gatito 

Los jaguares se animaban a entrar incluso en Montevideo. El historiador Isidoro de María narra que al menos en tres ocasiones los “tigres” generaron revuelo en la ciudad en el siglo XIX. En 1813 seis jaguares cruzaron a nado el río desde la costa del Cerro, después de una quemazón de pajonales que los puso en huida.  Uno de ellos se coló al patio del fuerte de San José; otro ingresó a la trastienda de un café ubicado en la esquina de Cerrito y Misiones por una puerta entreabierta (el propietario estaba lavando copas cuando casi infarta al ver pasar a una bestia de tal tamaño); otro entró a una barbería y mató a su dueño e incluso llegó a meterse debajo de la cama de una pieza en la que dormía un matrimonio.  Uno de los jaguares subió la muralla del Portón Nuevo y se metió en el Parque de la Artillería en lo que es ahora la Ciudad Vieja, donde fue descubierto por un oficial y el alguacil de Justicia. Este último no tuvo mejor idea que desenvainar su espadín e intentar batirse a duelo con el animal, con lamentables resultados para su brazo. El tigre siguió muy orondo por el foso de la muralla y allí lo mataron finalmente “a fusilazos”. 

Hasta 1831 hay registro de tigres metiéndose en la capital, incluyendo uno que se coló por donde hoy es el Mercado del Puerto (lo que demuestra que ya había fama de buena carne por entonces) y fue muerto tras llegar a los fondos del Hospital del Rey (donde ahora es la esquina de Zabala y 25 de Agosto). 

Ochenta años después de que un jaguar casi se merendara al prócer, la caza sistemática y la modificación de hábitat habían acabado con los “tigres” en el país. El último registro oficial es de 1901. Ese año, vecinos de un pescador del paraje La Formosa, de Cerro Largo, salieron a buscarlo tras constatar que no regresaba. Se encontraron con el espantoso panorama de un jaguar comiéndose al pobre hombre, por lo que procedieron a matarlo. Esto ocurrió en la zona conocida como La Lata, en la frontera con Brasil, apunta el investigador Carlos Prigioni.  

Otra historia 

Ciento once años después de aquel hecho, Arandú  (que significa “leal” en guaraní) llegó  al Bioparque  M’Bopicuá cedido por la Estación de Cría de Fauna y Flora Autóctona de Pan de Azúcar. Sus padres, que también nacieron en cautiverio, permanecen aún allí. 

A diferencia de lo que sucede con el margay, el pecarí, el yacaré o el tamandúa, entre otros, M’Bopicuá no tiene planes de reintroducir al jaguar en nuestro territorio. Las historias narradas dejan bien claro el porqué. El lector puede quedarse tranquilo: ningún jaguar va a entrar a una barbería de la Ciudad Vieja a llevarse a un cliente o propietario desprevenido o va a merodear los fondos de un hospital. Ni el jaguar ni el puma forman parte de las especies prioritarias para la reintroducción. 

Sin embargo, les queda todavía más de un rol para cumplir, que puede ayudar tanto en la conservación del jaguar en el continente como en la de otras especies que sí habitan nuestro territorio. 

“Los dos grandes felinos del Uruguay no pueden ser reintroducidos en el siglo XXI en Uruguay, especialmente el jaguar. Habría conflictos permanentes por ataques al ganado o incluso a los seres humanos”, aclara Villalba.  “No hay áreas naturales con superficies tales como para sustentar una población de jaguares en Uruguay. Lamentablemente, nunca más se podrá volver a restablecer una población silvestre en nuestro territorio”, agrega. Aquella drástica despedida de 1901, entonces, fue definitiva. 

Sin embargo, había motivos para incorporarlo al “plantel” del bioparque. Desde el punto de vista didáctico “era importante y bueno que los estudiantes supieran que una vez habitó el Uruguay y tuvieran ocasión de ver uno de cerca”, agrega, porque “nada es igual a la vivencia de ver un jaguar en vivo y directo”.Como ya narramos, gracias a ello muchos descubrieron que estos animales portentosos recorrieron el Uruguay hasta hace no tanto tiempo. Y si bien está extinguido, “ayuda a sensibilizar sobre la suerte de nuestras especies, para evitar que sigan el mismo camino”, apunta el naturalista. 

Hay otra contribución que puede hacerse. Aunque el Bioparque M’Bopicuá no pueda criar jaguares para reintroducirlos, sí quiere que haga su aporte a la recuperación de esta especie en Sudamérica. Por ello, ha habido contactos con proyectos que trabajan en la repoblación del jaguar en la región, con el objetivo de colaborar con un “préstamo de cría”. ¿Qué significa esto? Que Arandú pueda ser llevado temporalmente a otro sitio para reproducirse y dejar una descendencia que quizá, en el día de mañana, recorra libre áreas protegidas  en las que no se produzcan conflictos con humanos.  “Me gustaría porque es una forma de contribuir al programa de conservación que impulsamos”, señala con cautela Juan Villalba. 

Arandú tiene hoy un espacio que le permite llevar una buena vida. Cuando se supo que al lugar llegaría un jaguar, se construyó un recinto amplio y con un ambiente adecuado, para que pudiera desarrollar una vida acorde a sus necesidades de desplazamiento. Su predio tiene una cascada, árboles nativos, plataformas a distintos niveles para escalar y hacer ejercicio, un estanque en el que caza peces vivos (el jaguar es conocido por su gusto por el agua) y un refugio en el que guarecerse. El instinto se halla intacto en Arandú, porque en más de una ocasión ha cazado animales que inadvertidamente se colaron dentro de su recinto, sin percatarse de que se estaban metiendo “en la boca del jaguar”. Cazó comadrejas e incluso algún tatú pequeño que logró introducirse a través de la malla. Además, en el bioparque se le coloca el alimento en distintos lugares, lo que lo obliga a hacer un circuito de desplazamientos. El jaguar, acostumbrado a la vida solitaria cuando se encuentra en la naturaleza, seguirá reinando solo en el bioparque, en vistas de que no hay intenciones de reproducirlo. 

A sus nueve años, Arandú tiene una salud inmejorable. Nunca fue necesario anestesiarlo, sacarlo de su recinto ni hacerle ninguna intervención. Villalba asegura que es un animal que, a pesar de haber nacido en cautiverio, tiene la misma mirada atenta e inquietante de un jaguar en estado silvestre. Nada le pasa inadvertido. Puede que sea casi imperceptible, pero su mirada siempre está fija en las personas que andan en su entorno. “Es la misma sensación que uno tiene si ve un jaguar en la naturaleza. Quizá no se le mueve un pelo, pero te escanea desde  los pies a la cabeza”, cuenta. Basta con recordar algunas de las historias de jaguares en Uruguay para sentir un escalofrío de respeto al observarlo. 

Además del jaguar, hay dos ejemplares de otro gran felino en el bioparque: el puma, que en número muy reducido ronda aún el país. El mayor de ellos, Zar, no viene ni de la naturaleza ni de un zoológico, Fue criado por una familia que lo tenía como mascota, con un collar y una cadena. Cuando su dueño murió, la familia decidió donarlo al bioparque. Que se mantuviera como mascota a un animal que claramente no lo es ni debe ser  conservado de tal forma, demuestra el grado de fascinación –casi paradójico- que ejercen los grandes felinos, pese a que el ser humano los ha acorralado al borde de la extinción en varias partes del globo (incluyendo Uruguay). 

Los descendientes de Arandú no volverán a recorrer libres nuestras tierras, que carecen ya del hábitat adecuado o el sustento suficiente para ellos. El ser humano, su ganado y sus animales domésticos ocuparon todos los rincones de la que durante miles y miles de años fuera parte de su tierra, la otrora Banda Oriental.  

Lo que nos resta es observar con respeto y admiración la grandeza del depredador rey de nuestro continente, de modo que sirva de recuerdo y advertencia a la vez sobre lo mucho que nos queda por hacer para conservar a otros de nuestros primos en el árbol de la vida. 

 

 

Las opiniones vertidas en estas historias son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, el pensamiento del Bioparque M’Bopicuá o de sus autoridades y/o las de Montes del Plata.


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