Historia de un nacimiento: el origen del Bioparque M’Bopicuá
Hace veinte años, una vieja estancia llena de murciélagos marcó el comienzo de una historia que se convirtió en un “canto a la naturaleza”.
Por Martín Otheguy
Ilustración: Oscar Scotellaro
Los primeros animales en alojarse cómodamente en las instalaciones de lo que hoy es el Bioparque M’Bopicuá tenían poco que ver con los que actualmente lo habitan. No habían llegado allí producto de un rescate o de una donación de instituciones o como parte del diseño de la primera estación de cría de fauna.
Eran murciélagos, que habían hecho suya la antigua estancia de M’Bopicuá refugiándose entre las tejas y el cielorraso de tela del lugar. El naturalista Juan Villalba, hoy director del bioparque, se los encontró allí a finales de los noventa, al inspeccionar el lugar poco después de que fuera adquirido por la empresa ENCE.
Es claro por qué los murciélagos estaban allí. El casco semiabandonado de la estancia, parte del establecimiento cárnico fundado en 1872, les daba el refugio y la oscuridad que tanto les gusta. Juan también buscaba refugio, pero por qué estaba allí obedece a una historia bien diferente, que requiere ir más atrás en el tiempo.
Desde 1996, Villalba venía realizando junto a otros investigadores y naturalistas varios relevamientos de fauna en los predios que la empresa ENCE estaba comprando en Uruguay. Lo hizo a instancias de la ingeniera Rosario Pou, vicepresidenta de ENCE para América, a quien conocía desde que eran compañeros en la Comisión Nacional para la Preservación del Medio Ambiente.
En 1999, tanto Pou como el director de Eufores se volvieron a contactar con él. La empresa había comprado los predios de M’Bopicuá, donde se encuentra la vieja estancia, y ambos estaban impresionados por el potencial del lugar y por las ruinas fascinantes del antiguo saladero. “Queríamos hacer todo lo necesario para preservar la historia y naturaleza de aquel sitio, cuidarlo y tratar de que la gente lo conociera”, recuerda hoy Rosario Pou.
La idea era aprovechar esa zona para hacer una estación de cría de especies amenazadas y promover su reinserción en predios de la empresa, utilizando el conocimiento internacional que Juan tenía en la materia.
El naturalista visitó el establecimiento, que al ser tan viejo se encontraba en una situación bastante precaria, y diseñó un proyecto pensando en qué animales podían ser liberados luego en los terrenos que poseía la empresa. “Nos convenció de que era necesario, oportuno y complementario al trabajo que hacíamos en las áreas naturales”, apunta la ingeniera.
Cuando Villalba culminó el diseño y se lo presentó a las autoridades de la empresa le dijeron que era un proyecto muy bueno pero que necesitaba de alguien que dirigiera el lugar. “A mí me interesa”, le respondió Villalba. El gerente lo miró como si Juan se hubiera colgado del techo igual que los murciélagos. “¿Pero usted se vendría a vivir aquí?”, le preguntó extrañado. El sitio no tenía luz, agua corriente ni estaba en condiciones habitables. “Si se acondiciona no hay problemas”, replicó el naturalista.
Es por eso -y no porque buscara la oscuridad del cielorraso o la tranquilidad de la estancia- que Villalba se encontraba frente a frente con los murciélagos que habitaban su futura casa y la de su familia, buscando esta vez no un hogar a esos animales sino convencerlos de que consiguieran otro.
Un Homo sapiens y otros animales en busca de hogar
A Villalba, que vivía en Montevideo, pero buscaba un lugar más cerca de la naturaleza donde mudarse junto a su familia, supervisar la construcción del futuro bioparque le implicaba vivir allí solo durante un tiempo. No era un proceso fácil, pero decidió hacerlo, creyendo más en el proyecto armado en su cabeza que en lo que le mostraban los ojos.
En el año 2000 comenzaron entonces las obras para alojar a los animales: al Homo sapiens en el antiguo casco y a las especies nativas en un sitio que por ahora estaba lleno de chircas y especies vegetales invasoras.
Un hermoso algarrobo que sobresalía por encima de la vegetación ofició de guía para comenzar a delinear la estación, mientras Juan repasaba qué especies que estaban comprometidas en nuestra naturaleza le gustaría tener allí: el cardenal amarillo, la pava de monte, el guazubirá, el gato de pajonal, el yacaré, el coatí, entre otros.
Mientras se construía la zona de los coatíes y los recintos de los cardenales amarillos (uno para cada pareja, debido al celo territorial que los caracteriza), se fue reacondicionando el ambiente del Homo sapiens, en este caso Villalba. A diferencia del cardenal amarillo, Juan no es excesivamente territorial, por lo que pudo convivir pacíficamente con los otros tres miembros de su familia desde entonces.
Los primeros habitantes del bioparque, dos gatos de pajonal rescatados en Cerro Largo llegaron incluso a vivir temporalmente en el apartamento de Juan Villalba en Montevideo, mientras se terminaba la construcción.
El sitio fue tomando forma durante el 2000, con la llegada de especies de algunas reservas más el rescate de otros ejemplares. Era tal el celo y empeño de algunos de los trabajadores por finalizar la obra, que casi dejan a los yacarés y a las aves sin una parte esencial para su desarrollo: las islas centrales en los lagos, olvidadas al comienzo por un entusiasta trabajador que tuvo que rehacer su tarea cuando Villalba volvió de un fin de semana y descubrió una fosa gigantesca, muy diferente al esquema que él había dejado.
El trabajo extra valió la pena, porque en la isla pueden verse hoy cerca de trescientas garzas y biguás que llegan de tarde para dormir allí y se retiran al amanecer, convirtiéndola en toda una isla de “alta rotatividad”. “Al atardecer uno se sienta allí y se siente en un aeropuerto, con aves que llegan de oeste, este, norte y sur”, cuenta Villalba.
De aquel primer año, en que se encontraba solo en el viejo casco de la estancia, Juan recuerda las noches frente al fuego, escuchando el ulular de los ñacurutúes y los bramidos ruidosos de los ciervos axis, que lo trasladaban a sus tiempos en India, de donde esta especie es originaria.
Fue en marzo de 2001, tras la inspección de las autoridades, que la estación de cría quedó formalmente habilitada. Para entonces, Juan ya residía allí con su familia y los murciélagos estaban viviendo en un entorno más natural, haciéndole honor al significado en guaraní de M’Bopicuá: “cueva de murciélagos”
¿Veinte años no es nada?
Actualmente el bioparque cuenta con sesenta y dos especies en sus instalaciones, toda una muestra de madurez desde aquel inicio con dos crías de gato de pajonal. Como prueba está lo ocurrido con los pecaríes, que llegaron a formar una piara de más de trescientos ejemplares.
El desarrollo del Bioparque M’Bopicuá, sin embargo, no estuvo exento de incertidumbres, como las naturales en todo proceso de crecimiento.
El 2001 fue un año agitado y que trajo muchas visitas ilustres gracias al inicio de la construcción del puerto de M’Bopicuá: presidentes, senadores, artistas, jerarcas o diplomáticos de otros países se mezclaron entonces con los yacarés, los coatíes, los hurones y los felinos.
La crisis del 2002, que podría haber sido un golpe de gracia cuando la criatura recién comenzaba a andar, no interrumpió su marcha. La actividad generada en esa zona fue, de hecho, un motivo de optimismo en tiempos oscuros para el país.
El año 2006 fue algo más complicado. Cuando ENCE resolvió cambiar su proyecto y construir la planta de celulosa en Colonia, surgió la incógnita de qué pasaría con la estación de cría. En las conversaciones mantenidas con las autoridades uruguayas sobre el futuro de la empresa en el país y el destino de la reserva fueron claros: “Es intocable”, dijeron.
El proyecto iniciado entre chircas y murciélagos se paraba ya firme, pero le faltaba un paso más para llegar a la adultez. En el 2009, las firmas Arauco y Stora Enso constituyeron Montes del Plata y compraron las inversiones de ENCE, incluyendo el predio de M’Bopicuá. La posible incertidumbre duró aquella vez muy poco: en su primera conferencia de prensa las autoridades de la empresa manifestaron su complacencia en tener la estación de cría y ratificaron su compromiso de continuar con el proyecto y desarrollarlo aún más.
Fue entonces cuando pegó el estirón y se convirtió en el actual bioparque, luego de que el propio Villalba anotara cerca de cincuenta nombres distintos en busca de una definición que se adaptara mejor a lo que era realmente el proyecto. Un bioparque, como dice Villalba, dista mucho de ser una exhibición zoológica, porque comprende la interacción de los animales en su entorno natural y la cría para reintegrar en la naturaleza. Quedó entonces como definitivo el Bioparque M’Bopicuá, nombre de muy fácil recordación para nosotros, pero todo un dolor de cabeza para visitantes y naturalistas angloparlantes.
¡Presente!
Para Villalba, el mayor motivo de orgullo de estos veinte años al frente del bioparque es haber logrado la reproducción de las distintas especies, “lo que no es soplar y hacer botellas” (o no es moco de pavo, para seguir en la línea animal). “Uno no mete un macho y una hembra en una jaula y se asegura su reproducción. Los mamíferos, por ejemplo, son muy selectivos, y si no hay compatibilidad pueden ignorarse durante años”, explica. Hay especies, además, que son muy solitarias y no se acostumbran a vivir en pareja, llegando incluso a ponerse agresivas.
No revelaremos aún cuál es el secreto del bioparque -podemos asegurar que no incluye cenas a la luz de la vela, jazz suave o psicoterapeutas de pareja – pero sí que ha sido muy exitoso, especialmente con margays, gatos de pajonal, pecaríes y tamandúas. “Es la prueba de que los animales están en las condiciones adecuadas en cuanto a hábitat y alimentación, porque de lo contrario no se reproducen”, dice el naturalista. No es fácil jugar a ser Celestina entre animales, pero cuando funciona es muy reconfortante. Hasta National Geographic reconoció el logro del bioparque en ese terreno, algo que amerita sin dudas otro relato.
La historia del bioparque no termina aquí ni se agota en las palabras de un artículo. Ni siquiera está limitada a sus instalaciones, porque una parte importante del relato lo cuentan ahora las especies liberadas en su hábitat, en distintos puntos del Uruguay. Es cambiante, viva y se construye día a día gracias a sus verdaderos protagonistas, que son los animales. Verlo nacer fue, como recuerda Pou, “un canto a la naturaleza”.
Las opiniones vertidas en estas historias son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, el pensamiento del Bioparque M’Bopicuá o de sus autoridades y/o las de Montes del Plata.