Un largo regreso a casa
Hace más de 100 años, una especie presente durante cientos de miles de años en nuestro territorio desapareció, dejando el terreno libre para la llegada de un primo invasor. Esta es la historia de su regreso épico.
Por Martín Otheguy
Ilustración: Oscar Scotellaro
Cuando el navegante florentino Antonio Pigafetta llegó a Brasil, acompañando a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, relató que había visto “cerdos con el ombligo en el lomo”. Con el tiempo, los historiadores han aprendido a desconfiar de la veracidad de algunos relatos de los primeros aventureros en estas tierras, caracterizados por una gran imaginación. Tanta, que hasta el escritor Gabriel García Márquez aseguró que Pigafetta era un precursor del realismo mágico.
Además, el florentino aseguraba haber visto otros prodigios, como pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas de los machos y otros detalles pintorescos que podían dar pie a la desconfianza. Pigafetta, sin embargo, estaba siendo lo más fiel posible a lo que veía. Esos cerdos tan extraños no eran el invento de una imaginación desbordante; los europeos estaban viendo por primera vez a un pecarí, cuyo enigmático “ombligo” es un acertijo que será resuelto más adelante en este relato.
El pecarí también había llegado a América desde Europa, en un viaje épico y fascinante que nos obliga a remontarnos un poco más atrás en el tiempo. Se cree que sus antecesores arribaron a América del Norte hace unos treinta y cinco millones de años y que esperaron al menos otros treinta millones de años para cruzar a América del Sur, gracias a la formación del istmo de Panamá que permitió el Gran Intercambio Biótico Americano (migración de especies entre el norte y el sur de América). Nunca nadie aguardó tanto tiempo a que se construyera un puente.
Así que cuando el Homo sapiens conquistador llegó hace más de quinientos años a la región y se sorprendió de ver cerdos con ombligos en el lomo (un Homo sapiens que llevaba solo unos 200.000 años en el mundo), el pecarí ya estaba bien acomodado en Sudamérica, incluyendo lo que hoy es Uruguay. Se fue diversificando en las tres especies distintas que hoy subsisten: el pecarí de collar (Pecari tajacu), el pecarí labiado (Tayassu pecari) y el pecarí chacoense (Catagonus wagneri).
En Uruguay abundaban los pecaríes. El naturalista inglés William Toller, que visitó la Banda Oriental en 1715, narró que sus compañeros de expedición habían visto a trescientos o cuatrocientos de estos cerdos, una cifra que, aunque improbable (al menos para el pecarí de collar, que forma pequeñas piaras) demuestra su presencia extendida. Por supuesto que no olvidó mencionar el detalle que obsesionaba a los europeos: el misterioso ombligo en el lomo.
Pero la larga carrera del pecarí en la Banda Oriental, que llevaba cientos de miles de años (probablemente millones, aunque no se hayan encontrado fósiles tan antiguos) se cortó entonces con brusquedad. Es justamente a partir de la llegada del europeo a la región que esta historia comienza a complicarse y se enraba con lo ocurrido en los últimos tiempos.
¿No lo vieron al Tajacu?
Menos de doscientos años después de que Toller se jactara de las grandes piaras de los cerdos americanos, ya no quedaba uno solo en el Uruguay. ¿Qué había pasado? Es un poco difícil saberlo a ciencia cierta. Ya en 1900 el historiador Orestes Araújo aseguraba que el pecarí de collar, el único de los tres que quedaba entonces, “puede considerarse extinguido”, señalando que se lo cazaba para usar su piel en la fabricación de bolsitos y correas. Ese, sin embargo, no parece haber sido el único motivo, porque el pecarí resiste aún en países de Sudamérica con una presión de caza mucho mayor. Tampoco lo explica la competencia del jabalí invasor, ya que este fue introducido al Uruguay por Aarón de Anchorena décadas después de la desaparición del pecarí.
Es claro que la presencia humana fue decisiva, pero pudieron influir factores específicos como la competencia por parte del ganado, la transmisión de enfermedades e incluso factores climáticos.
Lo confirmado es que para comienzos del siglo XX los pecaríes ya no estaban más en el Uruguay, al igual que otros mamíferos como el oso hormiguero grande, el jaguar, el ciervo de los pantanos o el lobo grande de río.
Entra en escena otro mamífero: el director del Bioparque M’Bopicuá, Juan Villalba. Cuando a comienzos del siglo XXI Villalba comenzó a delinear el proyecto de la estación de cría y fauna que es hoy propiedad de Montes del Plata, albergaba un sueño: devolver al país una especie extinta. Hizo un rápido casting en su cabeza. Soltar jaguares, por fascinante que le resultara el animal, era una locura. ¿El oso hormiguero grande? Imposible conseguir la cantidad de ejemplares necesarios para asegurar una población sustentable. ¿El enorme ciervo de los pantanos, quizá? No. Presentaba demasiados desafíos sanitarios. Había un solo gran candidato: el pecarí de collar.
Con ese plan en mente, en 2001 consiguió algunos ejemplares de varios zoológicos del Uruguay, buscando siempre una población con riqueza genética, y comenzó a reproducirlos.
La presencia de los pecaríes de collar en el bioparque fue un éxito impensado. Pese a que estos animales solo tienen una, dos o tres crías por camada –mucho menos que sus primos los jabalíes o los cerdos domésticos- unos años después se contaban por centenares.
Villalba maduró la idea y en 2010, cuando se realizó el primer Congreso de Zoología del Uruguay en la Facultad de Ciencias, planteó la propuesta en una mesa redonda sobre reintroducción de fauna, donde tuvo una buena recepción.
Dos años después, inició la ronda de contactos con especialistas nacionales e internacionales, además de coordinar con las autoridades de la División de Sanidad Animal y el Departamento de Fauna.
Pero reintroducir animales no es cuestión de lanzarlos a su ámbito natural y dejar que prosperen felizmente, arreglándoselas como puedan. La historia está llena de reintroducciones fallidas que terminan con malos resultados para los animales a los que se quiere ayudar. Para lograrlo, Villalba y sus colaboradores comenzaron un proceso engorroso pero necesario que, entre otras cosas, los tuvo trabajando como nutricionistas de pecaríes.
Por un lado, los pecaríes debían estar perfectamente sanos y no ser portadores de ninguna enfermedad. Hubo que capturar uno por uno a los ejemplares que se iban a liberar y someterlos a una extracción de sangre, controlando que no tuvieran aftosa, brucelosis o tuberculosis, por ejemplo. Como estos animales pueden transmitir enfermedades al ganado y la fauna autóctona, había que ser muy cuidadosos para no introducir ninguna peste al medio natural.
Por otro lado, hubo que prepararlos para la alimentación. En el bioparque, a los pecaríes se les da comúnmente una ración especial para cerdos, pero como hasta ahora la naturaleza no ha provisto a planta alguna de la capacidad de dispensar ración para cerdos, hubo que aclimatar a los animales a la comida que podían encontrar en el ambiente natural. En los dos años previos a la liberación se les proporcionó gramíneas, arbustos y fundamentalmente frutos de la palmera yatay, ya que se decidió liberarlos en una zona donde hay palmares.
Hay algo que sigue vivo
Fue un proceso largo y difícil, pero para junio de 2017 los trámites estaban listos y los pecaríes preparados para dar el gran salto (literalmente también, como se ve en las fotos). Por primera vez en la historia del país, una especie volvía del gran salón de la extinción local, un camino de retorno que rara vez se hace.
El 30 de junio los cien primeros pecaríes aventureros fueron trasladados en un camión y liberados en predios pertenecientes a la empresa, bajo la mirada atenta de Juan, además de personal del bioparque y de la Dinama. Difícilmente haya una mejor sensación para un naturalista. “Fue algo superior, me desbordó la emoción y la alegría”, recuerda Juan hoy. “Fue uno de los momentos máximos de este proyecto. Ciertamente es en parte restablecer una estructura biológica alterada por las actividades del hombre, que han extinguido algunas especies. Aportamos un ladrillito para poder reconstruir esa pirámide biológica que fue el Uruguay en una época. Es lo máximo a lo que podemos aspirar y fue un momento sumamente emotivo”, agrega. Para mejor, ocurrió en el Decenio de las Naciones Unidas para la Diversidad Biológica (2011-2020).
Pero la reintroducción estaba lejos de terminarse, porque una vez realizada la liberación había que asegurarse de que la especie sobreviviera. Otros personajes entran ahora en el relato: los cazadores, especialmente aquellos con celular y redes sociales. Al tratarse el pecarí de una especie de interés comercial y gastronómico, Villalba sabía que era fundamental evitar su depredación.
Más de un cazador se sorprendió al encontrarse con estos animales en los campos y los pasó a cuchillo. Se calcula que hubo una pérdida de entre diez y quince ejemplares, dice el naturalista, pero la reacción furiosa de la sociedad fue tal que generó actuaciones policiales muy rápidas, con detención de los responsables. Sin dudas ayudó a las autoridades que algunos cazadores, contentos de toparse con un animal nuevo, subieran las fotos de sus presas a las redes sociales como si fueran influencers de la caza furtiva.
Los cazadores hicieron algo de daño, pero el pecarí vive y lucha. El trabajo de monitoreo que realiza el bioparque junto a investigadores de la Facultad de Ciencias demuestra que hay una población saludable en nuestras tierras. Además, se realizaron luego otras dos liberaciones, reforzando aquella primera avanzada de la nueva generación de pecaríes en Uruguay. “Hoy aparecen con crías y en bastantes grupos”, cuenta la bióloga Alexandra Cravino, que realiza trabajos de monitoreo.
El pecarí se ha adaptado bien y no tuvo mayores problemas con su primo agresivo europeo, el jabalí, ya que ambos se mueven en horarios distintos y tienen dietas complementarias. “Su amenaza principal son los cazadores”, recuerda Cravino.
El que rasca el lomo
El pecarí de collar, como especie nativa esencialmente vegetariana, es mucho menos dañino que el jabalí. Es un pequeño cerdo que no pasa los cuarenta kilos, a diferencia de los más de cien que puede alcanzar su pariente (del que se separó hace unos cuarenta millones de años). Tiene un collar blanquecino lo bastante distintivo como para formar parte del nombre común de la especie, colmillos que apuntan hacia abajo y no hacia arriba (pero con los que se defiende bastante bien) y un pelaje grisáceo denso. Cumple una valiosa función como dispersor de semillas y tiene la costumbre de remover el suelo en busca de alimentos, lo que le ha ayudado a ganarse su nombre (pecarí significa “senderos del bosque” en guaraní).
¿Y el ombligo en el lomo?, se preguntará el lector. Spoiler alert: es en realidad una glándula que produce una sustancia aceitosa y que despide un penetrante olor, que les sirve a los integrantes de la piara para reconocerse.
Este olor fuerte y desagradable se hace más intenso en situaciones de estrés y excitación. Tanto, que Villalba intenta no tocar nunca esa zona cuando maniobra alguno, porque el aroma puede quedar impregnado durante varias horas. En esos casos, también, el hedor no es tanto del chancho sino de quien le rasca el lomo.
Era un trago amargo para el pecarí verse desplazado de estas tierras y observar desde países vecinos cómo un pariente traído en el siglo XX, invasor, prosperaba a sus anchas. Su regreso al país es un acto de justicia y también una muestra de responsabilidad sobre las ramas del árbol de la vida que nos toca cuidar. Ojalá los Pigafetta y William Toller del futuro sigan encontrándose al cerdo con ombligo en el lomo cuando se aventuren en nuestras tierras.
Las opiniones vertidas en estas historias son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, el pensamiento del Bioparque M’Bopicuá o de sus autoridades y/o las de Montes del Plata.