Hasta que el margay los separe

Una vez, un hombre atravesó dos países y tejió una red de mentiras a lo largo de un año para lograr que una margay del Bioparque M’Bopicuá lo ayudara con la mujer de su vida.

Por Martín Otheguy

Ilustración: Oscar Scotellaro 

Esta es una historia de amor que comienza con otra historia de amor. Y no precisamente entre seres humanos. El flechazo que sirvió de chispa a una road movie que tiene intrigas, engaños, cómplices y un final feliz surgió entre un felino y un homo sapiens; más precisamente, entre una margay y una ciudadana franco-argentina. 

Maei Lara Castillón, la primera protagonista del trío insospechado que compone esta historia, siempre tuvo pasión por los felinos. Desde su niñez y adolescencia en su Toulouse natal, cuando no sabía que la vida la arrastraría miles de kilómetros hacia Argentina, sintió una debilidad especial por todo tipo de gatos. 

Pero no fue hasta el 2016, cuando esta licenciada en Ciencias Políticas trabajaba temporalmente en la Embajada Francesa en Uruguay, que conoció a un felino que la conquistó a las primeras de cambio. No fue en la naturaleza ni en una casa ni en un zoológico: fue en la etiqueta de una botella de agua Salus, que por entonces promocionaba la marca con las imágenes de especies nativas. 

Fue así como Maei conoció al margay (Leopardus wiedii), un felino nativo de las Américas cuyo punto más austral de distribución es Uruguay. Lo que nació en Maei entonces fue un deseo muy intenso por conocer ese animal que la miraba con expresión enigmática desde una botella de plástico. El tema, sin embargo, no era tan sencillo. Maei  una mujer curiosa y tenaz, se dio cuenta en sus investigaciones de que había muy poca información sobre el margay y prácticamente ningún lugar donde verlo en el cono sur. Descubrió que un lugar exitoso en la conservación del margay era el Bioparque M’Bopicuá, de Montes del Plata, pero se desilusionó pronto al comprobar que estaba cerrado a visitas (exceptuando a instituciones educativas). 

Cualquiera que haya visto un margay entenderá la fascinación de Maei. Es un felino pequeño, bello y misterioso que se adaptó como ningún otro a la vida en los árboles. Tiene un par de ojos grandes que provocan las mismas sensaciones que el Gato con Botas de Shrek y un pelaje amarillento con ocelos que hacen recordar a un leopardo, aunque no sea ese su pariente más cercano. La evolución lo dotó de una peculiaridad que le da una ventaja con respecto a cualquier otro felino: es capaz de rotar sus patas traseras 180 grados para bajar y subir con agilidad de los árboles.  

Eduardo Vives no es pequeño ni misterioso ni se adaptó a la vida en los árboles, pero tiene otros talentos que se harán evidentes en esta narración, como tercer gran personaje de esta historia. Ex skater devenido en ingeniero industrial de la Universidad de Buenos Aires, llevaba ya unos cuantos años de novio con Maei cuando esta inició su romance platónico con el margay. Estaba decidido a proponerle matrimonio y solo buscaba la ocasión ideal para hacerlo.   

Como tipo meticuloso que es, prestaba mucha atención a los deseos y proyectos de su novia. Una vez, hablando de los grandes sueños de la vida de cada uno, Maei le narró tres. Uno de ellos era modesto, realizable y Eduardo la ayudó a cumplirlo sin problemas (transformar una máquina de coser Singer en una mesita para el balcón). Otro era ambicioso, complejo y quizá no lo pueda cumplir nunca (un viaje alrededor del mundo). El tercero era difícil pero no improbable, y en él Eduardo vio la oportunidad justa, épica y romántica para hacer una propuesta de matrimonio infalible: ver cara a cara a un margay.  

Acto uno 

Eduardo inició entonces su propia investigación en busca del lugar perfecto para sacar el anillo, únicamente para toparse con lo mismo que Maei: el mejor lugar de la región para ver un margay era el Bioparque M’Bopicuá, cerrado a las visitas del público. Pero como en Argentina no encontró ningún sitio donde pudiera conocer uno y la siguiente opción era ir hasta Brasil, a muchos kilómetros al norte, Eduardo decidió jugar la carta del romanticismo. 

Consiguió el contacto del bioparque y escribió un mail explicando que quería ver si existía la posibilidad de hacer una visita privada para conocer al margay y proponerle matrimonio a su novia frente a él. Del otro lado del correo estaba el director del bioparque, el naturalista Juan Villalba. 

Sin embargo, pasaban las semanas y Eduardo no obtenía respuesta. A esta altura, ya estaba pensando en endeudarse y vender todo el patrimonio familiar para hacer la soñada vuelta al mundo. Pero la respuesta llegó. Juan Villalba, un hombre claramente sensibilizado no solo por la fauna sino también por las historias de amor, le explicó que se había resuelto hacer una excepción debido a la naturaleza del pedido y se iba a permitir la visita.  “Lo primero que pensamos fue que era una broma”, recuerda hoy Villalba. Después de releerlo, se dio cuenta de que era un planteo en serio y lo elevó a consideración de las autoridades. “Nos pareció atendible porque era una situación humana y no afectaba para nada a los animales y su tranquilidad. Además, nos alegró que el bioparque, además de su objetivo básico de conservación y educación, cumpliera un rol en las relaciones humanas en este mundo tan complicado”, apunta Juan. 

La autorización del bioparque era el comienzo de la historia, pero no lo más complicado. El asunto ahora consistía en cómo mantener el elemento sorpresa, cómo lograr llegar hasta el recinto de margay junto a su novia –con esperanzas de que aceptara convertirse en esposa- sin ponerle una venda en los ojos durante 300 kilómetros. 

Había que generar una excusa para pasar un fin de semana en Fray Bentos, algo que llevó a Eduardo a sostener una mentira durante un año. 

Acto dos 

Fray Bentos es hermoso, pero claramente no es la primera opción de vacaciones para una pareja argentina. Proponerlo como escapada romántica generaría sospechas inmediatas. Eduardo necesitaba una historia sólida y para ello era indispensable contar con una trama creíble y cómplices. 

Se le ocurrió incluir en el engaño a la empresa industrial en la que trabaja, o más precisamente a un compañero de la filial uruguaya de la compañía, a quien Maei conocía de nombre. 

Su idea fue inventar que tenía que viajar a Uruguay por un trabajo en conjunto de las dos filiales de la empresa francesa, la uruguaya y la argentina. Pero había que construir esa mentira, y un artista sabe que la verosimilitud, igual que el diablo, está en los detalles. Eduardo comenzó un trabajo de una paciencia encomiable, al ir insinuando el tema a lo largo de meses en comentarios ocasionales sobre su partenaire laboral del lado uruguayo y el famoso proyecto que iba tomando forma. 

Para entonces corría el año 2017 y ambos estaban viviendo en Argentina, por lo que se hacía necesario que los dos fueran de viaje desde Buenos Aires hasta Fray Bentos. Ahí apuntó sus baterías el argentino, con una serie de alusiones laborales que –seamos sinceros- deben haber pasado bastante inadvertidas para Maei. Cada dos o tres meses fue alimentando ese castillo de naipes, mientras seguía coordinando fechas con Villalba. 

La tensión de armar esta red de mentiras y sostenerla durante casi un año estuvo a punto de quebrarlo más de una vez. Una mañana se despertó luego de soñar que confesaba todo, como si hubiera cometido un asesinato.  No lo hizo, por suerte. 

Finalmente, se preparó para la estocada final. “Quieren armar una planta desde cero y la quieren construir en la costa del río, capaz que por Fray Bentos”, le dijo. Lo fue orquestando tan bien que la sugerencia de pasar unos días en Fray Bentos salió de la propia Maei. 

La fecha elegida fue la primera semana de octubre de 2017. Eduardo pudo conseguir un auto para hacer el viaje y la pareja logró partir de Buenos Aires rumbo a Fray Bentos sin mayores novedades ni obstáculos. 

El primer objetivo era llegar al hotel de Fray Bentos a pasar la noche, donde ocurrieron dos cosas improbables. Una: no tenían la reserva confirmada en el hotel. Dos: Fray Bentos explotaba de visitantes y no había alojamientos disponibles. A Eduardo, aprovechando que Maei estaba lejos de la recepción, le quedaba una sola carta por jugar, la misma que había funcionado con Villalba: la historia de su largo viaje para proponerle casamiento a su novia. 

La recepcionista también era sensible a las historias de amor, aparentemente, porque se apiadó y consiguió incluso que la pareja se quedara en una habitación de nivel superior. 

Acto tres 

¿Por qué motivos, si tenía que ir a Fray Bentos por temas laborales, Eduardo estaba allí un sábado y no un día de semana?  El hombre tenía que inventar otra excusa y terminó echándole la culpa a sindicatos inexistentes, que podían oponerse si se enteraban del asunto de antemano. 

Cuando Eduardo, cruzando los dedos para que no hubiera más preguntas incómodas, quiso salir rumbo a “la zona de construcción” (léase el bioparque), se topó con un nuevo problema: Maei le comunicó que ella se quedaría estudiando mientras él se iba a trabajar. Un año de mentiras y de planificación estaban a punto de irse por la borda por un aspecto sencillísimo de entender: ¿quién quiere acompañar a su pareja a una reunión de trabajo, más si es una reunión para discutir aspectos técnicos de una obra? 

Pero a Eduardo no lo iban a vencer las circunstancias y estaba dispuesto a batir el récord de mentiras por minuto. Cuando Maei se fue a bañar, esperó a que saliera e inventó una llamada por teléfono por parte de su contacto en Uruguay. Como si fuera Carlos Perciavalle, simuló una conversación digna del mejor café concert mientras rezaba para que el teléfono no le sonara en serio. Durante unos minutos simuló que hablaba con una persona que ansiosamente le pedía que su novia lo acompañara para conocerla, hablar de Uruguay y compartir un mate (frase que hoy trae nostalgia a todos, no solo a los protagonistas de esta historia). 

Eduardo “cortó” y luego, como si el amigo invisible que acababa de inventarse en la conversación fuera el hombre más pesado del mundo, le explicó a Maei  que querían conocerla sí o sí, que por favor lo acompañara. La promesa del mate amargo fue lo que la convenció, para alivio de Eduardo. Le comentó que tenían que visitar un terreno posible para la construcción, por lo que el lector imaginará las expectativas de diversión que tenía Maei ese sábado.  

Las dificultades no terminaban allí. Salieron en el auto, pero no podía usar Google Maps para no delatar el destino. Al primer momento en que la voz española del GPS dijera la palabra “M’Bopicuá” iban a saltar todas las alarmas de la fanática del margay. Eduardo tuvo que memorizar todo el camino, sin poder preguntarle a nadie en el trayecto. 

El siguiente paso del plan era avisarle al contacto en el bioparque, que no era Juan Villalba –que paradójicamente estaba en Buenos Aires ese fin de semana - sino otro trabajador del bioparque, Eduardo Prestes. 

Pudieron llegar a la portera de entrada del bioparque y Maei comenzó a sorprenderse. El paisaje era muy lindo, más de lo que esperaba. “¿Cómo van a poner una usina en este lugar tan lindo?”, se indignó. Eduardo, por supuesto, jugó su mejor recurso: el histriónico. “Son cosas de la compañía, yo mucho no puedo hacer”, le dijo compungido. 

Continuaron avanzando hacia el bioparque y se encontraron con Prestes, un tipo de campo muy bonachón y que, pese a estar en su día libre, había querido dar una mano a la pareja.  Maei, por supuesto, le preguntó a su novio si se trataba de su compañero de trabajo. “Sí, sí”, dijo Eduardo, metiendo otro inocente más en su ficción personal.  

Telón 

La idea era ir directamente al recinto del margay, para que Eduardo pudiera sacar el anillo y repetir el breve discurso que había estudiado esforzadamente durante casi un año. El problema es que es muy difícil ignorar lo que lo rodea a uno en el Bioparque M’Bopicuá. Maei, a medida que veía animales, comenzó a “codear” a Eduardo como para contarle que creía que se trataba de aquel bioparque que soñaba conocer. Su novio, mientras tanto, fingía estar concentrado en la charla de trabajo. 

Las sospechas de Maei fueron confirmadas por un cartel con la imagen de Margarita, el margay más conocido del bioparque. Comenzó a desesperarse por ir a verlo, pero convencida de que todavía seguían en un viaje de trabajo.  

Finalmente llegaron frente al recinto del margay. Eduardo, aprovechando el deslumbramiento de su novia a ver cumplido su sueño, hizo al menos una de las dos cosas planeadas: sacar el anillo. Se olvidó por completo de su discurso y le pidió casamiento como pudo, tartamudeando. 

Pero eran demasiadas emociones juntas para Maei: su atención se la disputaban Eduardo con su mano anillada y el margay con su cola anillada, al que quizá nunca volviera a ver en su vida (para Eduardo tenía todos los días restantes). Cualquiera que sepa algo de semiótica dirá que proponer casamiento frente a una jaula no augura el mejor mensaje para un matrimonio, pero en el bioparque el recinto de margay es por suerte algo muy distinto, un sitio arbolado que no da sensación de encierro. 

Pese al sobre estímulo de sorpresas, Maei dijo que sí, emocionada pero algo avergonzada por la presencia del otro Eduardo. Tenía sus buenos motivos: seguía convencida de que se trataba de un compañero de trabajo de su novio y que estaba ahí por motivos laborales. Así de buena era la mentira que había orquestado Eduardo Vives durante un año. 

Cuando le explicó que todo el viaje y toda esa historia habían sido creados exclusivamente para generar ese momento y pedirle matrimonio, llegó sí el abrazo, la emoción, el entusiasmo y la incredulidad ante aquella muestra de amor. Para Eduardo, esas emociones estaban también pero no eran únicas: sintió que se sacaba una mochila cargada de plomo. 

Lo que quedó del resto de ese día fue felicidad pura: un paseo por todo el bioparque en un día soleado, de temperatura perfecta,  y un encuentro cercano con Margarita y familia. “Vimos el margay en su máxima expresión, la forma de comportarse, la mirada, cómo reacciona si uno se acerca”, recuerda Eduardo. “Fue muy emocionante, no podía creerlo cuando me cayó la ficha.”, cuenta Maei. 

Y la ficha aún sigue cayendo, porque algunas historias, como la vida, tienden a la circularidad. Maei no lo sabía, pero el margay que tenía enfrente era el mismo que la deslumbrara tiempo atrás desde la botella de agua mineral, ya que fue la propia Margarita la fotografiada para aquella campaña. Maei no había soñado con ver ese mismísimo ejemplar, pero sin embargo allí estaba, mirándola con el mismo enigma en los ojos que en la foto que echó a rodar este relato. 

“Nos llevamos un pedacito de Uruguay que es parte de nuestra vida”, recuerdan hoy ambos. La historia no se quedó solo en el compromiso y tiene un final feliz. La pareja, tras la “bendición” que le dio Margarita, se casó en una ceremonia sencilla en Toulouse, Francia, la ciudad natal de Maei.  

Desde allí, los flamantes esposos le mandaron una foto del momento a Villalba, que esperamos haya compartido con Margarita la margay, que al fin y al cabo fue la responsable de iniciar este periplo que cruza dos historias de amor, tres países, 150 mentiras y 11.000 kilómetros salvados a puro amor. 

 

 

 

Las opiniones vertidas en estas historias son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, el pensamiento del Bioparque M’Bopicuá o de sus autoridades y/o las de Montes del Plata.


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