Un día en el Bioparque M’Bopicuá

La visita al Bioparque M’Bopicuá es un viaje al pasado y al futuro, una experiencia iniciática en la que se combinan el peso de la historia, el llamado de la naturaleza y el ritmo de una vida distinta

Por Martín Otheguy

Ilustración: Oscar Scotellaro 

Entrar a esta área de conservación de Montes del Plata es una forma de viajar en el tiempo. Una vez que uno abre la portera y avanza por el sendero de entrada, el mundo que deja atrás -en el que se mezclan los ruidos del tránsito en la ruta, las preocupaciones y el ritmo ajetreado de la vida moderna- parece diluirse. Es como si los ibirapitás que flanquean el camino filtraran de algún modo los sonidos e introdujeran al visitante en una burbuja.

Esa sensación de un lugar sin edad se acentúa al llegar al casco de la estancia histórica, centro del bioparque, que desde hace ciento cincuenta años mira el transcurrir del río Uruguay. Cuesta algunos minutos darse cuenta de qué es lo que provoca ese estado de calma, esa impresión de haberse trasladado a un lugar en las orillas del tiempo. No lo produce ni el verde intenso del lugar, ni la belleza de los árboles nativos como el timbó, el palo borracho, el ceibo y el lapacho rosado, ni el encanto de las construcciones antiguas muy bien preservadas sino el sonido de los animales.  

Llega de todos lados, como un coro permanente, y deja claro muy pronto quiénes son los verdaderos dueños del lugar.  A menos de cien metros de la estancia, en dirección al río Uruguay, hay un verdadero aeropuerto de la naturaleza. Cientos de garzas y biguás, entre otras especies, surcan el cielo y aterrizan en una isla llena de vegetación ubicada en una laguna extensa. 

La laguna fue proyectada por el coordinador del Bioparque M’Bopicuá, Juan Villalba, que insistió en que se fabricara una isla que sirviera como estación de descanso para las aves. El tiempo le dio la razón. No solo las garzas y biguás hicieron suyo el lugar y lo usan como alojamiento nocturno antes de reemprender vuelo: chajás, patos, cormoranes, coscorobas y cisnes de cuello negro, entre muchos otros, llenan de vida y de sonidos el lugar. Al atardecer, la laguna brinda una imagen casi surrealista, con un arribo tan sostenido de aves que uno casi que esperaría el trabajo de un controlador aéreo para ordenarlas.  

Los pocos seres humanos que habitan o se mueven en el bioparque parecen muy conscientes del lugar que les toca ocupar. Se manejan con mucha discreción, integrados al sitio y sin afán protagonista. Y está bien que así sea; el Homo sapiens es el único animal invasor de todos los presentes en el bioparque, que representan a más de sesenta especies nativas que conviven en la misma tierra. En ese sentido es una cápsula del tiempo, una muestra a pequeña escala de la riqueza natural del Uruguay; la que ya se ha perdido y la que aún persiste. 

Observarlos y escuchar sus sonidos en un mismo entorno es un viaje al pasado y también a un futuro posible. Entre las especies que habitan M’Bopicuá hay algunas extintas (el jaguar) y al borde de la desaparición (el puma), pero también otras que se están recuperando (el margay, el coatí, el yacaré y el tamandúa, entre otros) o que regresaron del salón de la extinción (el pecarí) gracias al trabajo de cría y reintroducción que hace el bioparque. 

Mi familia y otros animales 

Por impresionante que sea el despliegue aéreo en la laguna de las aves, es apenas el principio de la aventura en M’Bopicuá, una carta de presentación a la visita. Muy cerca hay otra laguna, también con una isla, pero cuya realidad no podría ser más distinta. Donde al lado todo es bullicio, en este lugar, sin embargo, reina el sigilo. Sus habitantes son más discretos y suelen quedarse inmóviles durante largos períodos, a tal punto de que pueden pasar inadvertidos pese a alcanzar el imponente largo de dos metros y medio. A veces, solo su nariz y sus ojos, que en la noche brillan como carbones encendidos si uno los enfoca con una linterna, delatan su presencia. Son los yacarés, que prosperan a gusto en una laguna exclusiva para ellos y ya han sido reintroducidos en otras áreas de conservación de Montes del Plata. 

Puede que el yacaré impresione gracias a las similitudes con su primo más mediático, el cocodrilo, pero no compite con la atención que despiertan otras dos especies que habitan esta zona del bioparque. Frente a la laguna de los yacarés se encuentra un ejemplar de la única especie extinta en Uruguay de todas las que se encuentran en M’Bopicuá. Es el depredador tope de América del Sur y el felino con la mordida más potente del mundo: el jaguar. Vive en un espacio amplio, que parece brotar de la vegetación del lugar, donde tiene árboles, plataformas a distintas alturas y un estanque en el que se baña y captura peces. Su rugido al borde del río Uruguay traslada al visitante también a otro tiempo, en el que el tigre americano tenía aún hábitat suficiente para prosperar en estas tierras y provocaba un estremecimiento en quien lo escuchara. 

Muy cerca de él, otros dos recintos amplios dan cobijo al segundo felino más grande del continente. Todavía ronda por nuestros montes, más discreto que su pariente, aunque casi indetectable y en un número muy bajo. Es el puma, representado en M’Bopicuá por dos ejemplares. Al igual que el jaguar, no es criado para su reintroducción debido a que carece en nuestro país de un hábitat suficientemente amplio como para evitar conflictos con la población humana. M’Bopicuá da entonces la oportunidad única de verlos muy cerca, agazapados entre árboles y vegetación de monte, como podían estar hace más de cien años.

Historia natural 

A partir de la laguna del yacaré, el visitante puede bordear el río Uruguay a través de un sendero de interpretación que se introduce en el monte ribereño, en cuyo final lo aguarda una sorpresa.  

Estuvo disimulada durante mucho tiempo por la vegetación, pese a lo imponente de su tamaño y a que alguna vez albergó a cientos de trabajadores. Su rápida desaparición alimentó toda clase de leyendas, que hoy repiten los visitantes de más edad. 

Son las ruinas del establecimiento cárnico M’Bopicuá, que funcionó entre 1875 y 1878, cuando Fray Bentos comenzaba a ser “la cocina del mundo”. Hoy, enormes higuerones abrazan la historia y se cierran sobre los ladrillos, que se resisten al olvido. Es ya un símbolo de M’Bopicuá: la naturaleza, la historia y el paso del tiempo conviviendo en el mismo lugar. 

Algarrobos, espinillos y talas mantienen oculto este legado de una historia agitada, que fue declarado Monumento Histórico Cultural en 2009. Las formas caprichosas de los árboles sobre la piedra, el halo de infortunio del emprendimiento y un largo túnel por el que aún se puede caminar colaboraron para tejer varias historias fantásticas. Se ha dicho que no hay quien sobreviva una noche en las ruinas del saladero (Villalba puede dar fe de que no es así, gracias a su trabajo de relevamiento de murciélagos), que se escuchan aún ruidos de sus antiguos habitantes o incluso que a través del túnel ingresaban tesoros traídos desde Argentina. No es extraño que circulen tantos relatos: flotando entre las raíces añosas y las ruinas dejadas por el ser humano hay un aire de cuento fantástico, de belleza inesperada, que sin dudas estimula la imaginación. 

El milagro del nacimiento 

Si el visitante desanda camino, pasa nuevamente junto al casco de la estancia y cruza al extremo opuesto, viaja en cierta forma del pasado al futuro. Allí se encuentra la estación de cría, donde vive la mayoría de especies del bioparque y donde se juega el porvenir de varias generaciones de animales amenazados en el país. 

Los recintos del criadero parecen surgir del medio de la vegetación, con la naturaleza desbordando los techos y ganando terreno sobre los tejidos. Más allá de la presencia carismática del tucán o la bandurria baya, que están al comienzo del recorrido, es probable que lo primero que llame la atención del visitante sea un coatí encaramado a lo alto de un algarrobo ya maltrecho, que en los primeros días del bioparque sirvió de faro guía a Villalba entre la vegetación salvaje y desordenada. El coatí, como un capitán pirata que hace de vigía para sus compañeros, es de los primeros en advertir la llegada de extraños y mira con curiosidad desde la libertad que le da la altura. Estuvo entre las primeras especies liberadas por el Bioparque M’Bopicuá y gracias a ello ocupa hoy espacios en la naturaleza donde se los había dejado de ver hace ya décadas. 

No lejos de allí, otro mamífero algo más tímido tiene unas instalaciones de lujo con piscina, una palmera y un pequeño bosque de cañas de bambú. Es el lobito de río, un buceador experimentado que pasa horas disfrutando del estanque circular en el que vive, epicentro del criadero de fauna.  

En las cercanías, aves y mamíferos se reparten el espacio en ambientes diseñados especialmente para garantizarles la experiencia más natural posible. Un águila negra observa con el aire grave de un caballero digno y antiguo. Un grupo de cardenales amarillos canta con un talento natural para la melodía, uno de los motivos que lo ha vuelto víctimas de captura y mascotismo. El coendú descansa con placidez sobre una rama, con un aspecto inofensivo que puede ser muy engañoso para quien desconoce la temible arma que le dio la evolución: pelos convertidos en espinas. El hurón sale a ver quién es el visitante impertinente que se asoma a su hogar. Las cigüeñas se paran en una pata con distinción y miran con aire circunspecto al curioso. La lista de inquilinos en el espacio más ajetreado del bioparque es larga: ñacurutúes, reyes del bosque verdoso, agutíes, seriemas, peludos, tatúes de rabo molle, espátulas rosadas, loros chiripepes o charatas, entre tantos otros. 

El guardián más celoso y temperamental del bioparque no es el jaguar, el puma o el yacaré. Es la garza colorada, que al notar a un intruso infla indignada las plumas, asume una posición defensiva  y hace un tac-tac-tac intimidatorio con su pico largo y fino. No en vano se la llama también garza tigre. 

El extremo del criadero más alejado de la estancia lo custodian tres especies de felinos. Varios ejemplares del bellísimo margay, un éxito del bioparque en materia de reproducción, se esconden entre los árboles de uno de los recintos, de los que bajan y suben con la agilidad de una ardilla. El gato de pajonal, muy por el contrario, suele camuflarse entre los pastos, mientras el gato montés se pasea inquieto ante la presencia humana. Si la curiosidad mata al gato (lo que explica la timidez de algunos de estos felinos) parece sin embargo ser muy saludable para el mano pelada. Este primo del mapache, de manos ágiles, dedos largos y antifaz parecido al de un ladrón de caricatura, tiene una mirada inquisidora que parece interpelar al visitante ocasional. 

Claro que hay animales que tienen sus propios aposentos privados, un poco más alejados del bullicio del área central de la estación de cría. Quien se introduzca por el sendero del tamandúa al caer la tarde, puede toparse con la visión de una docena de osos hormigueros chicos, encaramados a los árboles con toda su pachorra. Si no están allí arriba, es probable que anden metiendo el hocico donde les incumbe, que es básicamente un termitero o un tronco podrido. Durante el día, se retiran a sus habitaciones de “hotel”, confortablemente mantenidas por encima de los 20 grados. 

Aún más lejos, trotando nerviosamente en un terreno extenso y bordeado de árboles, se encuentran los pecaríes. Aquel lugar es la nueva cuna de la especie en el país; desde allí regresaron al territorio nacional luego de haber estado ausentes por más de cien años.  

Al borde de la desaparición estuvo también el venado de campo, que pasta en un campo verde no muy lejos de donde habitan los pecaríes. Las dos subespecies que aún sobreviven en el país están representadas en el bioparque, junto al otro ciervo nativo: el guazubirá.  

Luego de pasar una tarde en M’Bopicuá, completar el circuito produce cierta tristeza, como quien sabe que un viaje está por llegar al final y hace lo posible por estirar inútilmente los minutos. La oscuridad se extiende sobre el bioparque y genera también efectos sobre los animales. Unos pocos descansan; otros, por el contrario, se activan. El murmullo de las aves va bajando de intensidad y una sensación de paz gana terreno como una marea. 

La visita al Bioparque M’Bopicuá es también un viaje iniciático. Para quien no está al tanto de la realidad de la fauna en el país, es una experiencia que ayuda a volver al mundo exterior– el mismo del tránsito en las rutas y el ajetreo de la modernidad- con una mirada nueva. Para el que lo está, es un momento de comunión y de reflexión, de contacto con el ritmo de la vida natural, perdido en las urgencias de la carrera cotidiana. Como toda vivencia removedora, deja siempre su huella, marcada o latente: uno no se va de M´Bopicuá igual que como llegó. 

 

 

 

 

Las opiniones vertidas en estas historias son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, el pensamiento del Bioparque M’Bopicuá o de sus autoridades y/o las de Montes del Plata.


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